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Día del cine mexicano… Hace 127 años

1896 resulta un año singular. El pintor francés Paul Cezanne concibe su obra El jugador de cartas y el también galo Augusto Rodin crea La mano de Dios, mientras que el británico H.G. Wells publica La isla del Dr. Moreau y el poeta nicaragüense Rubén Darío escribe sus Prosas profanas y Giacomo Puccini compone La Boheme. Lejos de ahí, en enero de ese mismo año, en la aldea de Bialystok en la actual Polonia que pertenecía entonces al imperio ruso, nacía Denís Abrámovich Káufman, quien dos décadas más tarde, adoptara el nombre de Dziga Vértov, una de las futuras personalidades de mayor vanguardia en la cinematografía mundial.

Precisamente ese invento aún desconocido en México que alude a las imágenes en movimiento, llegaba justo el 6 de agosto de 1896 a la residencia oficial del presidente Porfirio Díaz, quien junto con su familia recibió en el Castillo de Chapultepec, a dos misteriosos invitados provenientes de Francia. Ellos son: Gabriel Veyre, farmacéutico de 25 años convertido en operador de cámara, y Claude Ferdinand Bon Bernard, enviados de los hermanos Louis y Auguste Lumière, quienes acababan de llegar a México; un país con casi 14 millones de habitantes, trayendo consigo un nuevo aparato óptico al que llaman Cinematógrafo Lumière, que compite con el Vitascopio del estadunidense Thomas Alva Edison. Veyre y Bon Bernard son recibidos con viandas francesas y mexicanas preparadas con productos obtenidos de los Mercados de La Merced y Jamaica y de las patisserie de las calles de Plateros o La Profesa.

Cinematógrafo

Veyre y Von Bernard transportan además, cámaras toma vistas con las que en breve, intentaran mostrar la vida política y cotidiana de ese país en transición que se abría de cara al siglo XX: sus costumbres, su folclor, sus miedos, errores, aciertos y aspiraciones. El anecdotario social, político y cultural de una nación en la que cabían mandatarios, revolucionarios, campesinos, estudiantes, militares, danzantes, charros bragados y más.

Los cortos de los Lumiére, entre ellos: El sombrero cómico, Los Campos Elíseos en París, Bañadores en el mar, Llegada del tren, La pesca del bebé, impactan al presidente Díaz quien pronto se hace filmar en sus paseos a caballo o en los jardines de su residencia en Chapultepec. Ello propicia que la estancia de los enviados franceses en México se extienda y menos de tres meses más tarde, en noviembre de 1896, Don Manuel Cuesta Gallardo dueño de la Hacienda de Atequiza en Jalisco y su buen amigo Lorenzo Elizaga a quien apodaban El Chato, hombre de campo y concuño del Presidente Porfirio Díaz, deciden invitar a Veyre y Bon Bernard a Atequiza para ser testigos con sus cámaras, de la vida cotidiana en la Hacienda.

Los enviados de los Lumière filman ahí ocho vistas cinematográficas con las que capturan por vez primera a los charros mexicanos de aquel momento y varios de sus lances, suertes y pasatiempos, inmortalizando por vez primera en la pantalla a la charrería mexicana y el folclor campirano con jaripeos tradicionales, lazamiento de caballos, peleas de gallos, la doma de un caballo salvaje, o la manera en que un grupo de peones arrea el ganado.

Hermanos Lumiére
Louis y Auguste Lumière

Por cierto, el 5 de agosto de 1896; un día antes del encuentro de Veyre y Von Bernard con el presidente Díaz, el periódico El Nacional, anunciaba la próxima exhibición de ese nuevo aparato denominado Cinematógrafo Lumiére. Otra nota, agregaba, que la primera función pública, luego de aquella exclusiva para el presidente Díaz y sus invitados, sería sólo para reporteros y la comunidad científica. Así, tal exhibición se lleva a cabo el día 14 de ese mes de agosto, en el entresuelo de la Droguería Plateros, ubicada en Plateros No.9 (hoy la calle de Francisco I. Madero en el Centro Histórico). De esa forma, el cine llegaba a nuestro país. En breve, se ofrecen dos tandas diarias amenizadas por el Cuarteto Tovar; la entrada costaba 25 centavos con derecho de asiento y 15 centavos en gradas, y los programas, alternaban los cortos que los Lumiére y sus enviados filmaran en París y otros lugares del mundo, con las cintas locales: Un norte en Veracruz, Un Duelo a muerte a pistola en Chapultepec y tópicos similares, hasta que Salvador Toscano realiza una versión corta de Don Juan Tenorio, al tiempo que inauguraba en 1898, la primera sala pública de exhibición en nuestro país, instalada en las calles de Jesús María.

De esa manera, Toscano empieza a expandir esa nueva diversión popular que provenía de un invento científico. Así, en tanto que abría el Salón Rojo en la calle de Cinco de mayo y realizaba funciones en ciudades como Chihuahua, San Luis Potosí, Guadalajara y pueblos cercanos, otros seguían su ejemplo, como los Moulinié, hermanos franceses que sorprendían con su Palacio Encantado en 1904, la sala más elegante de su tiempo, quienes, en sociedad con la fábrica El Buen Tono, instalaban las primeras pantallas al aire libre en las plazoletas. El cine, al igual que el descontento social, se propagaba como reguero de pólvora. En paralelo a las escaramuzas revolucionarias de los llamados alzados, que aparecían por todos los puntos del país, asimismo, llegaban hasta los más apartados rincones, las imágenes cinematográficas, cines establecidos y cines errantes, que empezaban a cambiar la mentalidad y la fisonomía de pueblos y ciudades, creando a su vez, los primeros mitos. Esa es la historia de él porqué, se celebra el Día del cine mexicano en estas fechas.