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Ripstein y las mujeres del puerto

En 1933, Arcady Boytler cineasta de origen ruso, codirigiría junto con Raphael J. Sevilla, una variante del tópico de la joven iniciada en el oficio del sexo: La mujer del puerto, un instantáneo clásico que supo darle la vuelta al tema de la mujer seducida, abandonada y prostituida, protagonizada por una enigmática y melancólica Andrea Palma y Domingo Soler, a partir de un relato de Guy de Maupassant. Hacia 1949, Emilio Gómez Muriel realizaría una segunda versión con María Antonieta Pons y Víctor Junco, variante donde la lánguida pecadora portuaria que “vende placer a los hombres del mar”, se trastocaba en una vivaz bailarina de rumba que también se prostituye y al saberse enamorada de su hermano, se suicida.

La mujer del puerto (1934, dir. Arcady Boytler y Raphael J. Sevilla)
La mujer del puerto (1934, dir. Arcady Boytler y Raphael J. Sevilla)

Más tarde, la década de los noventa abría con una moralista tercera versión titulada: La diosa del puerto (1990) de Luís Quintanilla, protagonizada por Lina Santos y Fernando Almada. Una maestra rural es violada y la madre de ésta asesina al responsable, pero la joven se echa la culpa y va a dar a prisión. Nace su hijo, se extravía y ella pasa en la cárcel diez años. Al salir, y ya bajo el nombre de La Diosa, monta un prostíbulo al que llega su hijo sin que ninguno sepa el parentesco, sin embargo, antes de cometer incesto, se reconocen por una medallita y la Diosa, impactada, se quita la vida.

Tan sólo un año después, resultará decisiva la visión excesiva y sórdida de la pareja formada por el realizador Arturo Ripstein y su guionista Paz Alicia Garciadiego, quienes consiguen un truculento pero muy atractivo retrato de la prostitución en su versión de La mujer del puerto (1991). Una pareja creativa capaces de replantear y explotar al máximo las posibilidades del melodrama, género por excelencia del cine nacional, con una propuesta descarnada y flagelante tanto del núcleo familiar (léase incesto, odio, muerte y redención que jamás llega), como los elementos alrededor del comercio sexual. 

Se trata de una obra maldita, soberbiamente ejecutada que acabó censurada y enlatada por más de treinta años y que finalmente se estrena en estos días. Un monstruoso y fascinante retrato familiar y prostibulario, donde se aplica a la perfección las palabras del cineasta en su momento: “La aproximación al sueño…sea la pesadilla…ser conscientes de que vivimos en la antesala del infierno…” En efecto, se trata de un relato desquiciante no exento de sordidez y misoginia y quizá uno de los mejores de su filmografía contemporánea, debido a su tratamiento narrativo, sencillo y eficaz pese a sus vueltas de tuerca dramáticas. Y justo es que el público mexicano la vea y decida.

La mujer del puerto (1991, dir. Arturo Ripstein)
La mujer del puerto (1991, dir. Arturo Ripstein)

En un pequeño puerto mexicano, llega el Marro (Damián Alcázar), un marinero enfermo y mugroso al burdel de Eneas (Ernesto Yánez). El Marro, luego de recibir sexo oral cae desmayado y es atendido por Perlita (Evangelina Sosa) -joven prostituida por su madre, Tomasa (Patricia Reyes Spíndola), lavandera del prostíbulo-. Más tarde, se hacen amantes y descubre que Perlita es su hermana, ya que él huyó cuando niño después de asesinar a golpes a su padre borracho. A diferencia de las versiones anteriores, donde las protagonistas eligen el suicidio ante la posibilidad de cometer incesto, Ripstein y Paz Alicia, deciden romper con el tabú del tema y trastocan el asunto en una inquietante historia de amor al límite, contada desde tres perspectivas opuestas: las de sus tres personajes principales.

En la línea de Rashomon (1951, dir. Akira Kurosawa), cada punto de vista, agrega nueva información a una historia compleja que subvierte (y pervierte con inteligencia y arrojo) el melodrama, la historia pasional, erótica, e incestuosa y la visión familiar de la sociedad. No obstante, más allá de ésta trama fragmentada, que se complementa con los testimonios de Perlita, El Marro y Tomasa y de personajes como el viejo pianista y cantante Carmelo (Alejandro Parodi), lo más atractivo de este filme extremista, es su audacia para jugar con los elementos de sexualidad y moralidad de manera radical a más de tres décadas.