15 · 12 · 20 Los detalles olvidados de LOS OLVIDADOS a 70 años de su estreno Compartir en twitter Compartir en facebook Compartir con correo Copiar al portapapeles Rafael Aviña A mediados de los años cuarenta, la ciudad de México padecía los extremos de una modernidad que marcaba de forma tajante la división entre poseedores y desposeídos, tal y como el cine nacional de ese momento se empeñaba en documentar. Las ganancias extra para empresarios y políticos en relación a las inversiones extranjeras eran notorias, a su vez, la corrupción gubernamental y la proliferación de nuevos ricos ampliaban la brecha social y los contrastes se hacían evidentes a pesar del surgimiento de una emergente clase media.A las fastuosas mansiones ubicadas en las Lomas de Chapultepec, se anteponían zonas como la Candelaria de los Patos e infinidad de asentamientos irregulares que conformaban las famosas ciudades perdidas en las orillas de la capital, y lo mismo sucedía con las diversiones nocturnas. En el México de noche de la época Alemanista (1946-1952), la clase adinerada se daba la gran vida en los cabarets de lujo como el Waikiki, o El Patio y el pueblo tenía a su disposición centenares de antros de mala muerte en las calles de El Órgano o en la zona de Nonoalco y similares. Los olvidados (1950), dir. Luis Buñuel Lo curioso es que el arranque mismo del proyecto era la antítesis de lo que resultó ser Los olvidados. Así, el primer referente se centraba en un argumento titulado: ¡Mi huerfanito, jefe!, inspirado en los niños vendedores de lotería, escrito por Buñuel y Juan Larrea; una trama más bien melodramática y convencional sobre esa niñez precaria, sugerida por el productor Oscar Dancigers. No obstante, el éxito taquillero de El gran calavera (1949) desató el entusiasmo de Dancigers y entonces conminó a Buñuel a filmar un relato más duro sobre la pobreza infantil. Fue así que el cineasta involucró entonces a Alcoriza y recorrió junto con este y el escenógrafo de origen canadiense Edward Fitzgerald, varias de las ciudades perdidas y colonias proletarias del Distrito Federal, en un intento por documentar la infancia abandonada.Por si ello fuera poco, Buñuel mostró el éxodo de miles de provincianos que dejaban sus rancherías para probar suerte en ese espejismo urbano en que se había convertido la ciudad, representado en el personaje del Ojitos (Mario Ramírez), niño indígena abandonado por su padre en la capital. Todos sus protagonistas eran adolescentes, casi niños, en una sociedad hostil generadora de delincuentes y víctimas sacrificables, como lo refiere el ciego Carmelo (Miguel Inclán) cuando escucha los disparos que ciegan la vida del Jaibo (Roberto Cobo): "¡Ya irán cayendo uno a uno! ¡Ojalá los mataran a todos antes de nacer..!".Así, entre el 16 de febrero y el 9 de marzo de 1950, y con un cuadro de actores jóvenes no profesionales Buñuel emprendía en los Estudios Tepeyac y en varias locaciones de la Ciudad de México, como Nonoalco, el barrio de La Romita, los terrenos baldíos donde se erigiría años después El Centro Médico, el pueblo de Tlalpan, San Juan de Letrán y más, Los olvidados. Y, justo uno de "los olvidados" de este notable filme, es la figura de José de Jesús Aceves, actor, escritor, director teatral y administrador del pequeño Teatro El Caracol. Su papel en Los olvidados fue decisivo, ya que Aceves fue el director de diálogos y responsable de hacer verosímiles las actuaciones de los niños protagonistas de esta historia, tal vez la mejor película mexicana de todos los tiempos y una de las obras claves de la cinematografía mundial.No obstante, el detalle perdido más curioso de Los olvidados, es su doble final que la Filmoteca de la UNAM localizó de manera azarosa entre varias latas de nitrato de celulosa arrumbadas en una bodega de Estudios Churubusco que rentaba Manuel Barbachano Ponce. El negativo original arrojaba nueve rollos cuando se suponía era de ocho: el noveno incluía el final alternativo. Dancigers se protegió y le pidió a Luis Buñuel que filmara otra conclusión, por si les prohibían exhibir el original. En efecto, Buñuel rodó sin que nadie se percatara dos desenlaces distintos. Uno, devastador y de una crudeza insoportable que ha prevalecido desde su estreno. Y otro alternativo, donde la maldad es castigada y la buena conciencia triunfa sobre una realidad maquillada: la de un país donde el melodrama ha sido su principal apuesta.