24 · 05 · 21 La ciudad pulsante, el nuevo cine urbano alemanista Compartir en twitter Compartir en facebook Compartir con correo Copiar al portapapeles Rafael Aviña La cinematografía mexicana prosperaba, en buena medida, por las circunstancias de la Segunda Guerra Mundial, que trajo como consecuencia un letargo en la industria estadunidense. Nuestra nación aprovechó el hecho para dar un salto capital en la producción de películas, acaparando incluso, significativos premios a nivel internacional. Así, en la segunda mitad de la década de los cuarenta, con la llegada del nuevo presidente Miguel Alemán Valdés (1946-1952), que dejaba atrás los tiempos de los Generales en el poder para impulsar a los Licenciados, nuestro cine retrató varios dramas familiares de diversas intensidades, la pujante urbanización nacional, los brotes del arrabal, el cabaret y las intrigas criminales, entre otros tópicos. El rey del barrio (1949, dir. Gilberto Martínez Solares) Relatos de enorme riqueza social y cultural como: Campeón sin corona (1945), Esquina bajan!, Hay lugar para…dos, y Una familia de tantas —las tres de 1948—, de Alejandro Galindo y su cine citadino, protagonizadas todas por David Silva. La intromisión del genial Germán Valdés "Tin Tan" en pareja con el director Gilberto Martínez Solares, en obras como: El rey del barrio, El revoltoso, o El Ceniciento. El sicalíptico cine de rumberas y pecadoras, estelarizado por Ninón Sevilla, María Antonieta Pons, Rosa Carmina, Amalia Aguilar y Meche Barba. Los violentos y pulsantes retratos de barrio bajo, protagonizados por el indiscutible nuevo ídolo nacional: Pedro Infante en la trilogía sobre su personaje Pepe El Toro, dirigida con mano firme e insólito gusto popular por Ismael Rodríguez, incluyendo sus apologías urbanas y de provincia sobre el culto al macho en: A.T.M./A toda máquina y su secuela. Los umbríos dramas urbanos noir de Juan Bustillo Oro en ese periodo: Casa de vecindad, El hombre sin rostro, La huella de unos labios. O las tramas mundanas, policiacas y cabaretiles de Roberto Gavaldón o Alberto Gout, así como esa insólita y descarnada mirada de crudeza realista y alegorías onírico-surrealistas de Luis Buñuel en: Los olvidados, El, La ilusión viaja en tranvía o Ensayo de un crimen. Los olvidados (1950, dir. Luis Buñuel) Todas ellas, obras insuperables, de enorme ímpetu cinematográfico que, de manera paradójica, no surgían del impulso de la modernidad que abanderaba el nuevo gobierno, sino desde las entrañas de esta: es decir, a partir de la oscuridad y la marginación social, para destapar cloacas y proyectar claroscuros a través de los géneros populares menospreciados por la cultura oficial. El Alemanismo fue uno de los grandes momentos de transición en la vida pública de México. Nunca como antes, se habían inaugurado tantas obras de servicio y bienestar social: ya sean avenidas, puentes, hospitales, viviendas, incluida toda una Ciudad Universitaria y la transformación del puerto de Acapulco. Incluso, el cine durante su sexenio gozó de una etapa fecunda, tal vez la mejor de su existencia. No obstante, ese periodo político que dio apertura, a su vez, a una vida nocturna con todas las ventajas y riesgos que ello implicaba, apoyó en buena medida la entrada a los capitales extranjeros, el desarrollo de la industria, el saqueo de recursos naturales, fomentó la corrupción y, por supuesto, se incrementó el crimen, la delincuencia y la migración. Lo curioso es que lo mejor del cine mexicano de ese momento no siguió la línea trazada por los magnos eventos impulsados por el régimen, sino que enfocó sus baterías en las calles y los barrios de esa gran ciudad para apostar por la masa anónima, los seres invisibles y cotidianos, retratados en ese brioso cine urbano que renovó nuestra industria fílmica.Así, se trastocaron en protagonistas los indígenas que migraban del campo a la ciudad (Los olvidados, El Ceniciento), los choferes de taxis o autobuses (Esquina bajan!, Hay lugar para…dos, Confidencias de un ruletero), los vendedores de lotería, boleros y voceadores (Nosotros los pobres, El billetero, El papelerito, Víctimas del pecado), los jóvenes sin futuro y sin hogar (Ladronzuela, Los olvidados, Los hijos de la calle), las empleadas domésticas (Calabacitas tiernas, Nosotras las sirvientas, Maldita Ciudad), meseras y otros trabajadores del ramo (Dicen que soy comunista, El pecado de Laura, Café de chinos, En la palma de tu mano), oficinistas y secretarias (Mis secretarias privadas, Nosotras las taquígrafas), empleados de banco y automotrices, de estanquillos, abarroterías, o repartidores de pan (El revoltoso, El vizconde de Montecristo, Ay amor como me has puesto, Escuela de rateros, Necesito dinero, El inocente, La tienda de la esquina), policías de a pie y de jefaturas (Radio Patrulla, Cuatro contra el mundo, Salón México, El desalmado), vividores de barrio (El rey del barrio, Barrio bajo, Baile mi rey, Ciudad perdida) y por supuesto las oleadas de cabareteras, prostitutas, hampones y criminales del emergente cine negro policiaco y cabaretil. Tramas que alimentaban las fantasías e ilusiones escapistas de miles de espectadores a quienes la modernidad Alemanista no los alcanzó jamás. Historias que los arropaban y emocionaban desde la penumbra de aquellos inmensos palacios cinematográficos de la época, que encubrían sueños y misterios tras cruzar el umbral de sus pesadas cortinas y dotados de amplios vestíbulos con pisos de mármol, soberbias escalinatas y espectaculares marquesinas que irradiaban por las noches y llamaban la atención del público desde cuadras atrás, como: el Alameda, el Olimpia, el Orfeón, el Monumental y sobre todo, el Goya, el Victoria, el Máximo, el Alarcón, el Bahía y otras salas de cine de barriada de aquel instante único.