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22 FICM: De MARÍA CANDELARIA a MATANDO CABOS

A tres semanas de inaugurarse el 22º Festival Internacional de Cine de Morelia (FICM) se han dado a conocer algunos de los clásicos restaurados y funciones especiales de cine mexicano, entre los que se encuentran: María Candelaria/ Xochimilco (1943), de Emilio Fernández, que este año cumplió ocho décadas de su estreno en enero de 1944; y Matando cabos (2004), de Alejandro Lozano, a 20 años de su exhibición original. Se dice que, en agradecimiento a Dolores del Río, quien le ayudó a abrirse camino durante su estancia en Hollywood, “El Indio” Fernández la convirtió en protagonista de sus primeros éxitos mundiales como director y que incluso escribió la trama esencial de María Candelaria en varias servilletas durante una comida con la actriz. En 1943 filmó Flor silvestre con Dolores y Pedro Armendáriz, y ese mismo año emprendió la realización de María Candelaria con la misma pareja protagónica en los papeles de la joven indígena originaria de Xochimilco, María Candelaria, y su enamorado Lorenzo Rafael, en un relato ambientado hacia 1909. 

María Candelaria/ Xochimilco (1943, dir. Emilio Fernández)

Con El Indio, el cine mexicano transformó su entorno rural creando escenarios cargados de gran intensidad dramática que dieron la vuelta al mundo apoyado en el trabajo fotográfico de Gabriel Figueroa, que fuera premiado en el prestigioso Festival de Cannes. María Candelaria y otras más de sus películas se edifican sobre la fatalidad indígena y los espacios rurales de pueblos adoloridos por el abandono o la gesta revolucionaria. El mito del campo y del campesino cabal al que le llueven las tragedias, según el gusto de un cineasta y un fotógrafo que crearon su propio México en un universo rodeado de nubes, valles, pencas de maguey y riachuelos secos. 

Aquí, Alberto Galán encarna a un pintor de la ciudad que viene a “contaminar” el idílico paraje de Xochimilco cuando le solicita a María Candelaria pintarla desnuda. Miguel Inclán, como don Damián, consigue una estupenda creación del indio ladino que desea a la joven heroína rechazada por el pueblo debido a que su madre fue trabajadora sexual. Dueño de una tienda, evita que la pareja contraiga matrimonio, rechaza comprarles sus flores y verduras; despechado, mata de un tiro a la marranita de María Candelaria, su único patrimonio, y cuando ella enferma de malaria no les vende la quinina para curarla, por lo que su enamorado la roba de su establecimiento.

Lorenzo acaba en la cárcel por el robo y María accede a modelar para que el pintor pague su liberación. El artista comienza a detallar su rostro y luego le pide que pose desnuda, lo que ella se niega a hacer. El artista termina el cuadro con el cuerpo desnudo de otra mujer. Don Damián azuza a los lugareños para que la apedreen cuando descubre la pintura con el cuerpo desnudo de la muchacha, que como sabemos, es de otra modelo; sin embargo, todos creen que María Candelaria es como su madre, así que la apedrean hasta matarla. Lorenzo Rafael huye de la cárcel para llevar el cuerpo de María Candelaria por el Canal de los Muertos de Xochimilco con imágenes de una belleza desoladora.

Matando Cabos (2004, Dir. Alejandro Lozano) | FOTO: Catherine Abitbol

Sin duda, una de las grandes aportaciones de un cineasta de culto instantáneo como lo fue y lo sigue siendo Quentin Tarantino fue el convertir la violencia en un muestrario irónico de cultura popular: la sangre y la brutalidad como elementos cotidianos, ridículos y divertidos. Con una idea similar, Tony Dalton, Kristoff —guionistas y protagonistas— y Alejandro Lozano —realizador y coguionista— consiguieron un traslado similar con una película cuyo mayor mérito y virtud fue justo su ausencia total de pretensiones, pese a las referencias evidentes a cineastas como el autor de Perros de reserva, Jim Jarmusch y Guy Ritchie en un ambiente agresivo y delirante como lo era y lo sigue siendo la insegura y surrealista ciudad de México, donde caben por igual encajuelados y referencias al más bizarro cine de luchadores.

Matando Cabos, con todo y sus concesiones (las estridencia de sus diálogos, o su humor agresivo), se trastocó en una de las películas más entretenidas y eficaces de nuestro cine, que auguraba la posibilidad de crear una nueva alternativa para una industria que parecía entonces en vías de extinción, desgarrada por la solemnidad y repetición de fórmulas, las mafias fílmicas, la burocracia y la ineficacia de un gobierno que fue incapaz de plantear efectivas políticas culturales (y fiscales).

La cinta producida por los hermanos Fernando y Billy Rovzar Diez-Barroso, proponía un descenso a los infiernos del absurdo cotidiano de nuestro país como ese par de secuestros paralelos, a través de una acelerada y divertida mezcla de thriller, suspenso y comedia negra, con un humor que de tan sencillo resultaba refrescante al igual que sus geniales flashbacks o su recreación de un documental centrado en un luchador llamado Mascarita (un estupendo Joaquín Cosío que en breve se convertiría en uno de nuestros mejores histriones), apostando a su vez por un cine de acción que destacaba no sólo por su atractiva espectacularidad (la secuencia en el Estadio Azteca, por ejemplo), sino por su enloquecida fauna de personajes que hicieron de esta una propuesta digna de llamar la atención.