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Los primeros indicios del cine de horror en México en el periodo silente

Sin duda, dos de los grandes géneros en la historia del cine, y también de los más vilipendiados y sobrexplotados, son el horror y el fantástico. Pese a ello, sus propuestas formales y temáticas aportan en ocasiones más fundamentos sobre la naturaleza humana y su potencial lado oscuro, explorando las alucinaciones y los temores ocultos a través de tramas dispuestas a quebrantar las normas establecidas. Queda claro que los grandes maestros del género fílmico han sido los estadunidenses y los británicos a través de la productora Hammer, seguidos por italianos como Bava, Fulci o Argento, y los japoneses, a partir de relatos como Onibaba. Sin embargo, ¿cuáles son las raíces nacionales de un género que se nutre del delirio?

De este modo, las primeras referencias a un cine extraño y atípico que hurgaba en la locura, los sueños, los miedos y paranoias, pueden rastrearse en cintas de corta duración como La Tigresa, dirigida por la actriz y productora Mimí Derba en 1917. Aquí, se combina ya el melodrama romántico con escenas oníricas, en la historia de una joven de sociedad apasionada por la literatura, que decide llevar a extremos sus caprichos románticos novelescos al enredarse con un pobre obrero. Eva, interpretada por la actriz Sara Uthoff, pone fin a esa aventura y se casa con un joven rico y, por ende, el obrero enloquece. Una tarde durante una fiesta de caridad en un manicomio, Eva se reencuentra azarosamente con su antiguo amante, encerrado de por vida en esa casa de la risa; este logra escapar para consumar una venganza que la joven paga con su vida. Es justo en esta escena terrible y perturbadora donde las barreras con el fantástico y el horror logran romperse para reconocer inquietantes coincidencias visuales y temáticas.

La tigresa Mimi Derba
La Tigresa (1917, dir. Mimi Derba)

Algo similar ocurre con En la sombra/ Misterio (1917), producida por Enrique Rosas y Mimí Derba y, en apariencia, dirigida por ambos. En ella, un cantante de ópera recibe una carta con una propuesta amorosa y luego de un juego de póquer, se queda dormido. Al siguiente día llegan las instrucciones para la cita romántica donde se le pide ir con los ojos vendados y, por ello, no puede descubrir la identidad de la mujer, hasta la tercera cita, donde consigue dormirla con cloroformo, sin embargo descubre que es la esposa de un amigo suyo y para colmo la sustancia la mata. Es entonces cuando se percata que todo ha sido una pesadilla. La fantasía erótica ligada a la muerte y a lo onírico, esa mezcla de Eros y natos, muestran ya el germen de un género aún incomprensible para nuestra industria, como lo ejemplifica Obsesión, del mismo año, dirigida por Manuel de la Bandera.

Los entintados y virajes de color realizados de manera artesanal para esta cinta de diez actos intentaban mostrar la infranqueable frontera entre la vida y la muerte, en la historia de un escultor que encuentra a la modelo soñada en la figura de una joven suicida que muere en sus brazos y cuya tenebrosa sombra tras unos cristales la colocan como referencia al fantástico por sus intenciones argumentales, como propone Hasta después de la muerte (1920), de Ernesto Wollrath con Emma Padilla, anunciada como la primera gran superproducción mexicana y, sobre todo, con Don Juan Manuel (1919), de Enrique Castilla, protagonizada por él mismo, e inspirada en la tradicional leyenda del México colonial, la historia de un hombre que pacta con el Demonio para descubrir al autor de su deshonra. Luzbel le sugiere que salga a las once de la noche y al descubrir al primer hombre que pase, verá en él al responsable de sus celos y mortificaciones, y ello le lleva a asesinar despiadadamente a su sobrino para morir al final de forma terrible.

El fantasma del convento (1934, Dir, Fernando de Fuentes)
El fantasma del convento (1934, dir, Fernando de Fuentes)

Por último, El último sueño, dirigida en 1922 por Jesús H. Abitia, dedicada a la memoria de ese gran payaso que fue Ricardo Bell, y realizada con el apoyo en la producción y en la actuación de varios miembros de la afamada dinastía circense de los Bell, exploraba temas como el espiritismo. Una década después, el flamante cine sonoro nacional insistiría en el horror y el gótico, como lo muestran: La llorona, de Ramón Peón, en 1933, seguidas de El fantasma del convento (1934), de Fernando de Fuentes, Dos monjes (1934) y El misterio del rostro pálido (1935), de Juan Bustillo Oro, de las que se hablará más adelante.