03 · 22 · 22 UN ÍDOLO VIVIENTE: un thriller sobrenatural Share with twitter Share with facebook Share with mail Copy to clipboard Rafael Aviña En la pirámide de Chichén Itzá, el periodista estadounidense Terry Matthews (Steve Forrest) y Juanita (Liliane Montevecchi), hija del arqueólogo Manuel (Eduardo Noriega), son escoltados por el profesor Alfred Stoner (James Robertson-Justice) hasta una empinada y estrecha escalera que comunica con una cámara mortuoria que contiene una antigua escultura de un jaguar. Juanita huye aterrorizada al verla. Manuel explica que hace mil años varias jóvenes doncellas fueron sacrificadas al Dios Jaguar en la cima de la pirámide. Stoner describe el ritual de sacrificio donde el corazón de la víctima era arrancado con un cuchillo de obsidiana y el cuerpo consumido y, por ello, supone, que tal vez Juanita pudiera tener una "memoria racial" de aquellos sacrificios humanos.Es el arranque de El ídolo viviente (1957), producida por Albert Lewin y Gregorio Walerstein para Metro-Goldwyn-Mayer, un relato fantástico y sobrenatural en la línea de El escorpión negro (1957), de Edward Ludwig, y más cercano aun a otros filmes de horror, misterio y rituales antiguos como metáfora de un temor a la sexualidad reprimida y otras implicaciones eróticas al estilo de: La marca de la pantera (1942) y Yo dormí con un zombie (1943), ambas dirigidas por Jacques Tourneur. Bajo la dirección y guion del propio Lewin, responsable de cintas estimables como: La luna y seis peniques, El retrato de Dorian Grey y Los amores de Pandora, en codirección con el cubano-mexicano René Cardona, El ídolo viviente aporta una atractiva fotografía a color a cargo de Jack Hildyard y Víctor Herrera para lucimiento de varias locaciones mexicanas como la zona de Chichén Itza, las calles del Centro Histórico y colonias aledañas del Distrito Federal y, sobre todo, Ciudad Universitaria.Se trata de un curioso thriller Serie B que contó con la asesoría del arqueólogo Dr. Luis Aveleyra Arroyo de Anda y que coincide con la filmación de nuestra autóctona Momia azteca (1957, dir. Rafael Portillo), en la historia de una joven poseída por el espíritu de un jaguar en las ruinas de Chichén Itzá, que incluye la presencia —entre otros— de Steve Forrest (El día más largo del siglo), hermano de Dana Andrews; la bailarina francesa Liliane Montevecchi, actriz de Viva Las Vegas y El rey criollo; así como los mexicanos: Sara García, Manuel Noriega, Rodolfo Calvo, Salvador Godínez, Elodia Hernández e Ignacio Peón.No faltan aquí las escenas del carnaval mexicano y las máscaras de jaguar que atemorizan a la protagonista, así como el asesinato del padre de ella, mientras excava en una escultura de un jaguar devorando un corazón humano. Y como en La marca de la pantera, aparece también un zoológico donde se cree que el jaguar es la encarnación del Dios esculpido en piedra, mismo que se violenta al ver a Juanita tras la jaula. En cambio, Terry asegura que el jaguar es una metáfora de la maldad dentro de los seres humanos que devora a sus almas y afirma que el demonio debe ser enfrentado y vencido por cada generación. Por supuesto, el jaguar escapa del zoológico y vaga por calles desiertas de la ciudad de México hacia la casa del profesor, donde se encuentra Juanita. Terry enfrenta al animal con el cuchillo de obsidiana en un Museo donde la bestia ha destruido todo excepto una estatua que se asemeja a Juanita.Aquí, el jaguar; una suerte de mezcla entre la bestia de La marca de la pantera y el puma zombie de La sombra vengadora (1954, dir. Rafael Baledón), es aniquilado en las calles de una fantasmal ciudad de México ruizcortinista, en la que destaca además las coreografías de José Silva y David Campbell de corte prehispánico. Y por supuesto, no falta el folclorismo de rigor: bailes, fiesta, máscaras, esculturas prehispánicas, jade, piedra, obsidiana, incluyendo la canción romántica Tepo, compuesta por Ismael Díaz, algunas obras pictóricas de Carlos Mérida y un espectacular diseño de vestuario a cargo de Consuelo Múgica, Armando Valdés Pesa y Ramón Valdiosera. Todo ello, bajo un escenario opresivo de fervor espiritualista-religioso, como escenario exotista para la violenta catarsis final, así como una bella escena en la que el jaguar —con seguridad un puma— avanza majestuoso por la explanada de la Facultad de Medicina de la UNAM. El ídolo viviente se estrenó el 5 de junio de 1958 en el cine Ariel.