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LAS PUERTAS DEL PRESIDIO, a 75 años

La llegada de nuevos reos, las pequeñas cárceles y las grandes y tenebrosas prisiones, las correccionales y tutelares de menores, el horror del encierro, la posibilidad de fuga, la liberación de los presos, el propio sistema legal y penitenciario en México, y más, fueron y siguen siendo un tópico permanente en la cinematografía nacional, incluso desde los tiempos del cine silente. 

No obstante y pese a las impactantes imágenes de algunos filmes clásicos de la Época de oro y posterior, un melodrama carcelario como el de Las puertas del presidio (1949), de Emilio Gómez Muriel, titulada con anterioridad: Las puertas del penal, se eleva como un relato modélico sobre las vivencias en el interior de una cárcel, y no de cualquiera, sino de la icónica y siniestra penitenciaría de Lecumberri en la que se explora, a diferencia de otras tramas similares, prácticamente todos los espacios de ese inmueble tristemente célebre. Se trata de una obra iconoclasta inspirada en la novela Los vivos muertos (1929), escrita por Eduardo Zamacois (1873-1971), escritor y editor cubano-español que vivió en esos países, además de Francia, Estados Unidos, Argentina y México. 

El propio Gómez Muriel y el prolífico guionista Jesús Cárdenas adaptaron al ambiente mexicano el relato de Zamacois, cuya primera imagen sobre los créditos es la de un guardia que ejecuta el toque de queda, al tiempo que estalla una impactante banda sonora a cargo de Manuel Esperón. Lo que sigue: escenas de los patios, las crujías y pasillos, las torres vigías, los carceleros y los reos. El filme arranca con el ingreso a la cárcel del protagonista Martín Santoyo (David Silva) a quien le han impuesto una condena de cuatro años por robo con violencia, al tiempo que otro reo recurrente le hace la plática: El Ciengramos (José Ángel Espinosa “Ferrusquilla”) que le dice: “Yo soy pájaro viejo de estos nidales… pero usted no nació para estos lugares. Usted mira limpio…”.

A través de un flashback, Martín relata su historia pueblerina donde vivía con su madre (Fanny Schiller), su hermana Luisa (Josefina del Mar) y la ahijada de aquella, María Elena (Blanca Estela Pavón), novia de Martín, que trabajaba en la tienda del usurero don Servando (Andrés Soler), quien desea a María Elena y por ello intenta alejar a Martín, quien le pide lo liquide con la cantidad de mil 870 pesos que ha ahorrado y como el viejo se niega, Martín casi lo estrangula y don Servando lo acusa de ataque y robo. Es detenido y trasladado a la penitenciaría de Lecumberri. Fin del flashback. Ahí, es fotografiado y fichado con el número: 1196 (“A tocar el piano”) y “arropado” con su traje a rayas. El mayor de la crujía, apodado El Camarón (Chel López), le estafa dinero y trata de “bautizarlo” para diversión de otros presos, obligándolo a bailar a latigazos, sin embargo Martín se rebela, le quita el látigo y lo golpea por lo que es enviado a la “bartolina” o “apando”. A partir de ahí, le ocurren una serie de desgracias a Santoyo: su madre muere, se casa con María Elena en prisión pero es encerrado por un año en una celda de castigo y por ello, ella no puede decirle que está embarazada al tiempo que se ve obligada a sobrevivir como sea.

Las puertas del presidio (1949, dir. Emilio Gómez Muriel)

Tratada mal por la crítica de su momento y a 75 años de distancia, Las puertas del presidio cuenta con varias características sobresalientes, pese a varias de sus situaciones tremendistas (la escena del reo que encarna Luis Beristáin afilando sus garfios para matar al padrastro, o la miseria que obliga a Pavón a prostituirse y provoca la muerte de su hijo, por ejemplo). Un filme con muchas influencias de la literatura de Dostoyevski y de las escenas carcelarias de Nosotros los pobres (1947), incluso, con un reparto que incluía a varios de los actores secundarios del citado filme de Ismael Rodríguez. 

Es esta una de las películas de ficción que utiliza con mayor detalle los espacios de la penitenciaría de Lecumberri. No sólo eso: se aprecian, a su vez, los códigos policiales de gritos y señales. Es notorio a su vez, el buen manejo del escenario y del encuadre, con un espléndido trabajo de claroscuros a cargo del cine fotógrafo Raúl Martínez Solares. El filme propone la idea de que en el penal los hombres son despojados de todo, incluso de sus nombres para convertirse en un número más, con algunos diálogos inquietantes: “No hay prisión por segura que sea que no pueda quebrantarse si se tiene perseverancia”, “Un delincuente es un pobre de espíritu tratado injustamente”, Reunirse tantos letrados para enviar a prisión a un analfabeta es una cobardía…”.  

La secuencia de la pelea entre el protagonista y el Patotas (Ledo o El Tuerto en Nosotros los pobres interpretado por el actor Jorge Arriaga), rodeados de presidiarios, es notable. Las escenas siguientes, las del motín, resultan en verdad impactantes. Es evidente que varios de los que aparecen ahí son presos reales. En particular, destacan los momentos donde decenas de reos trepan por las rejas y gritan como si se tratase de bestias salvajes. Por último, vale la pena destacar la eficacia y carisma de David Silva que, pese a su rostro de furia permanente, sobresale su encanto, al igual que la sensibilidad y belleza de Blanca Estela Pavón, que no sólo se ve hermosa en cada instante que aparece, sino que brilla su enorme naturalidad; incluso sus diálogos en ocasiones “cursis”, suenan poéticos en labios suyos, como lo plantea esta abrumadora trama sobre el sistema penitenciario nacional en la Época de oro que remata con un final en apariencia “feliz”.