02 · 14 · 22 Muchachas de uniforme: la primera gran cinta de diversidad sexual Share with twitter Share with facebook Share with mail Copy to clipboard Rafael Aviña Antes de la década de los sesenta, el tratamiento de la diversidad sexual en el cine mexicano resultaba prácticamente impensable. Por ello, llama de manera poderosa la atención un filme como Muchachas de uniforme, realizado en 1950 y rescatado de un archivo fílmico de Berlín por la Filmoteca de la UNAM, con la que celebró su 48 aniversario en julio de 2008. Dirigida por Alfredo B. Crevenna, la película consigue junto con La casa del ogro (1938), de Fernando de Fuentes y su personaje solterón abiertamente gay que interpreta Manuel Taméz, proponer el mayor antecedente de claras connotaciones lésbicas nunca antes vistas por nuestro cine. En efecto, se trata de una obra excepcional, debido a la intensidad de su tratamiento de pluralidad sexual entre sutil y directo, inspirado en la pieza teatral de la alemana Christa Winsloe que inspiró varias versiones como la cinta germana Mädchen in Uniform (1931), de Leontine Sagan. El internado para señoritas donde sucede la acción de la obra es cambiado por un colegio de monjas que dirige la severa Madre Concepción (Rosaura Revueltas), quien cojea de una pierna. Ahí, la joven y tímida huérfana Manuela, interpretada por la polaca-brasileña Irasema Dilián en su primera película mexicana, quien a sus 16 años no sabe leer ni escribir, empieza a sentir una enorme devoción que se trastoca en amor román-tico apasionado por la profesora Lucila (Marga López), que la toma como su protegida. Muchachas de uniforme (1951, dir. Alfredo B. Crevenna) Muchachas de uniforme se estrenó en el Cine México el 31 de mayo de 1951, con una permanencia de dos semanas, y desapareció prácticamente de la cartelera para sufrir censura en su fugaz exhibición por la televisión. El filme, adaptado por Edmundo Báez y Egon Eis, abre con una advertencia bíblica contundente: "El que esté libre de culpa, que arroje la primera piedra", y se instala de entrada en un ambiente escenográfico rebuscado y caprichoso a cargo del gran Edward Fitzgerald, como alegoría de lo tortuoso y retorcido del ambiente represor del convento —ejemplo de ello, las constantes genuflexiones que tienen que hacer las jovencitas ante las monjas—. El filme resulta todo un hallazgo por una serie de detalles en verdad inusuales. El hecho de que los hombres que "aparecen" lo hagan a través de la voz en off —el caso de Ernesto Alonso, prometido de Lucila—, o por medio de sombras —el sacerdote que encarna Antonio Bravo—, le otorgan una dimensión especial. Un cerrado y claustrofóbico universo femenino palpitante e intenso, donde se dan cita desde los lugares comunes de la alumna chismosa (Alicia Rodríguez), la bromista fascinada con los hombres (Anabelle Gutiérrez), la joven recluida por sus padres para evitar al novio (Alicia Caro), o la presumida arrogante (Patricia Morán). Incluyendo a su vez a personajes insólitos como la Madre Superiora Josephine (María Douglas), que muestra una sutil exaltación amorosa-sexual por Lucila, la profesora laica que pasa de la frialdad a la dulzura en relación a Manuela, una joven que sólo busca un poco de cariño y que resulta ser como la planta “sensitiva” —"todo le hiere y se refugia en sí misma"—, y que termina ena-morada de manera profunda de su profesora, como lo muestra su exaltada interpretación de Quo Vadis en la que parece confesar su amor en plena representación teatral, ante el disgusto de la Madre Superiora. Aquella escena en la que Manuela pide perdón de rodillas a Lucila, rodeando con sus brazos las piernas y caderas de esta; la frase que pronuncia esta última: "¡Dígalo Madre! ¿Qué ella esté enamorada de mí?"; o el supuesto final moralista, en el que la profesora Lucila decide tomar los hábitos luego del sacrificio de su enamorada, y cuyo cabello al ser cortado cae sobre la tumba de la joven como último acto amoroso, trastocan a Muchachas de uniforme en un filme inaudito, valiente e insólito, otorgándole una digna y radical posición subversiva.