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El cine de "caballitos": El western nacional

Obras como El charro negro (1940, dir. Raúl de Anda) y secuelas, eran ya una suerte de adelanto de un prolífico subgénero conocido como películas de caballitos o chili western, que se instalaría con éxito en esa industria fílmica nacional venida a menos al término de la época de oro. Así, a finales de los años cincuenta, el cine mexicano descubrió las bendiciones de un género legendario capaz de albergar las más insólitas propuestas. Lejos de rastrear en los mitos de la pradera, la filosofía del honor y las armas, la mezcla de civilización y barbarie, o su singular topografía que convirtió a realizadores como John Ford, Anthony Mann o Raoul Walsh en indudables referencias, el western nacional elegía la baratura, el híbrido y la degeneración ranchera.

En los estertores de los charros y las aventuras folclórico-campiranas, el género ranchero descubrió una salida en ese llamado cine de caballitos. Relatos de héroes justicieros, pistolas, máscaras, jovencitas en peligro, terratenientes ambiciosos, boleros rancheros interpretados por cantantes de moda, escenarios rascuaches: la mayoría de ellos en el "pueblo del oeste" de los Estudios América, torpes enfrentamientos de cantina y tramas disparatadas que se movían entre la típica historia de vaqueros, el horror, la comedia y el suspenso en un viejo oeste con locaciones rurales.

Con El jinete sin cabeza (1956), de Chano Urueta —saga de tres películas—, se inauguraba la primera de las series del STIC. Sus episodios de acción con un misterioso jinete sin testa que buscaba la cabeza de Pancho Villa, lanzaban a Luis Aguilar como el nuevo héroe de un incipiente western nacional. Un año después, el Gallo Giro cambiaba la cabeza por el fuete en El Látigo negro (1957) y de ahí, entre balaceras, charros, antifaces, autómatas y brujas, se transformaba en El Zorro escarlata (1958).

Aguilar, fue a su vez uno de Los Cinco Halcones (1960) acompañado de otros héroes rancheros como Miguel Aceves Mejía, Javier Solís, Demetrio González y Joaquín Cordero. Más tarde, en un alarde de valentía, perdía un brazo en Juan sin miedo (1960) y se trastocaba en El Halcón solitario (1963), sólo para transmutarse, más tarde, en charro revolucionario en Los hermanos muerte (1964) y Los cuatro Juanes (1964).

No obstante, al lado de Aguilar, otros héroes y animales enmascarados se disputaban el escenario de esa paupérrima muestra del género: Fernando Casanova fue El Águila negra (1953 y 1956), Tony Aguilar seguía sus vuelos en La justicia del gavilán vengador (1956), Manuel López Ochoa afilaba La garra del Leopardo (1962), René Cardona hijo, se convertía en El Puma (1958), y otro junior, Rodolfo de Anda, se presentaba como el sucesor de El Charro Negro en El hijo del Charro Negro (1960) para estelarizar múltiples chili westerns: El Texano, Duelo en el desierto, Pueblo fantasma y más.

El topo (1970, dir. Alejandro Jodorowsky)
El topo (1970, dir. Alejandro Jodorowsky)

Arturo Martínez y Quintín Bulnes figurarían como villanos del género, en cambio, el joven caballista Gastón Santos lució sus dotes en La flecha envenenada, El pantano de las ánimas y El potro salvaje, todas de 1956. En tanto que Joaquín Cordero encarnó al héroe ranchero Leonardo Moncada —una suerte de Dick Tracy rural— en una serie de filmes iniciada con La moneda rota (1960), y antes, con Dagoberto Rodríguez y Freddy Fernández El Pichi, integraban las aventuras de la emocionante saga de Los tres Villalobos y La venganza de los Villalobos, en 1954, a cargo del realizador Fernando Méndez.

En el extremo opuesto de ese bajo presupuesto de ideas y producción, Los hermanos Del Hierro (1961) de Ismael Rodríguez, se erige como una atípica joya del género escrita por Ricardo Garibay, en una historia que rastreaban en la génesis de la violencia y el revanchismo. Dos niños, testigos del cobarde asesinato de su padre, crecen alimentados por un odio fomentado por la madre (espléndida Columba Domínguez), los Del Hierro (Antonio Aguilar y Julio Alemán), buscan un resarcimiento a sus fantasías sicópatas.

Tiempo de morir (1965), debut de Arturo Ripstein, es otro western sobrio y notable que coincide con el tema de la venganza familiar. Un género en crisis que será retomado por Alberto Mariscal para recrear una pintoresca versión mexicana de la delirante imaginería de Sergio Leone y su spaguetti-western. Así, a fines de los sesenta el chili-western lanzaría a la fama entre otros a los hermanos Mario y Fernando Almada.

Todo por nada (1968) es tal vez el mayor éxito comercial y crítico de Mariscal. Un cine de altos vuelos con personajes de maldad inaudita y un descarado plagio a Leone y sus secuencias sanguinolentas y barrocas, sarapes y revólveres largos, secuencias en cámara lenta y muertes espectaculares. Mariscal repetiría el logro con El Tunco Maclovio (1969), sobre un pistolero manco (Julio Alemán), contratado por una mujer para matar a un hombre.

Igual de atractiva resulta Bloody Marlene (1976), apoyada en un relato inquietante de Pedro F. Miret, centrada en una nueva arma —un brazo mecánico de disparo letal— probada por franceses y alemanes para utilizarse en la guerra franco-prusiana, en un ambiente típico de western. Así como la coproducción méxico-estadunidense Jory (1972), de Salomón Laiter, sustituido en breve por Jorge Fons, sobre un adolescente involucrado en una historia de venganzas y muerte.

El cine de caballitos o western nacional fue un híbrido irregular que alcanzó su mayor etapa en los cincuenta e intentó despuntar en los sesenta. En los años ochenta y noventa tendría fugaces resurgimientos como lo muestra: El extraño hijo del sheriff (1982) de Fernando Durán, Cabalgando con la muerte (1986) de Alfredo Gurrola y una cinta que jamás se decidió por el homenaje o la parodia: Bandidos (1990) de Luis Estrada. Un estilo nacional que aún hoy en día arroja atrayentes obras como: Nadie sabrá nunca (2017) de Jesús Torres Torres y que incluye uno de los más insólitos y delirantes experimentos del género como lo es El topo (1969) de Alejandro Jodorowsky.