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EL CAMINO DE LA VIDA: LOS OLVIDADOS de Matilde Landeta

A principios de 1950 la columna “Indiscreciones de una secretaria” de la revista Cinema Reporter informaba que la entonces guionista Matilde Landeta se embarcaba en “Una nueva aventura: Tribunal para menores, que ella espera sea una verdadera película ¡Ojalá! Ahora, no sólo será director y actor René Cardona, sino que también productor…”; el dato resulta atrayente ya que Tribunal para menores era en esencia un relato muy cercano a Los olvidados, no exento de ciertas situaciones melodramáticas con un desenlace trastocado por la censura en la antítesis del filme de Luis Buñuel

De hecho, se filmaría tardíamente seis años después bajo el título de El camino de la vida (1956), dirigida no por René Cardona, sino por Alfonso Corona Blake, con la participación de los niños: Humberto y Rogelio Jiménez Pons, Ignacio García Torres —sin experiencia actoral— y Mario N. Navarro, que solía aparecer en producciones Serie B hollywoodenses filmadas en nuestro país como: El escorpión negro, El monstruo de la montaña hueca o Los siete magníficos, así como el ya adolescente Ismael Pérez “Poncianito”, y un muy joven Enrique Lucero, futuro protagonista de Los mediocres (dir. Servando González, 1962) y el cura de Canoa (dir. Felipe Cazals, 1975). 

El camino de la vida, al igual que Los olvidados, no sólo utilizó niños entresacados de las calles, sino que fue filmada en múltiples locaciones exteriores y con algunas inquietantes imágenes documentales, como la zona de las regaderas de los hospicios infantiles del entonces Distrito Federal. Un filme que pudo haber sido un relato gemelo de Los olvidados debido a sus tintes realistas aunque terminó eligiendo un final moral social. Pese a ello, aporta varios elementos de enorme crudeza y escenas a todas luces documentales sobre el abandono infantil en la ciudad de México en aquellos años cincuenta.

Realizada el mismo año que La ciudad de los niños, de Gilberto Martínez Solares, que narraba las peripecias del padre Álvarez de Monterrey, un sacerdote católico dedicado en cuerpo y alma a rescatar a infantes abandonados a su suerte, varios de ellos pequeños delincuentes, creando para ello una suerte de institución altruista que da nombre a la película; El camino de la vida remitía como sabemos, a la premisa de Los olvidados, pero desde una perspectiva más ejemplar y paternalista, sugerida al igual que la cinta de Buñuel por historias reales entresacadas de tribunales y reformatorios infantiles.

La historia abre con Enrique Lucero en el papel de un exniño de la calle convertido en un buen abogado que presta sus servicios en un centro correccional para varones en donde se intenta regenerar a pequeños infractores. Una serie de flashbacks nos remiten a diversos casos donde se narran las tristes y conflictivas situaciones de infantes olvidados de la mano de Dios, como Mario N. Navarro: Luisito, que asesina por accidente a su padrastro dedicado a ahogarse en alcohol y a golpear a su mujer. Ella se declara culpable del crimen para salvar a su hijo, pero este confiesa la verdad.

Otro caso, es el del gangoso Pedro (Ignacio García Torres), quien debido a las constantes burlas de sus compañeros decide clavarle una pluma fuente en un ojo a un compañerito. Finalmente, El camino de la vida, cierra con la historia de Frijolito (Rogelio Jiménez Pons) y Chinampina (Humberto Jiménez Pons), dos hermanos huérfanos que vagan por las calles hasta que son acogidos por un puñado de papeleritos con quienes comparten el trajín diario de la venta de periódicos y los cielos tapizados de estrellas al dormir con ellos a la intemperie, cobijados con las noticias del día anterior, hasta que una tarde, en plena Nochebuena, Chinampina ve la oportunidad de robarse un bolso y ese acto temerario finaliza con la muerte del hermano atropellado por un camión. 

Con todo y sus situaciones melodramáticas tendientes a la moraleja y a la compasión, en las cuales, los casos se resolvían gracias a la buena fe de personajes periféricos, confrontando con ello la pesimista visión de Buñuel, a pesar de ese su inédito doble final de corte moralizante rescatado por la Filmoteca UNAM, El camino de la vida destaca por algunas de sus imágenes veristas de gran aliento documentalista, como la escena de los baños comunales a donde llevan a los niños que retiran de la calle para que se duchen, o la recogida nocturna de esos infantes olvidados con imágenes reales de verdaderos niños abandonados, así como la entrega de periódicos a los pequeños papeleros en plena madrugada en los alrededores de Bucareli, y las reacciones de los actores infantiles que parecían dotar de vida a personajes reales: una niñez y juventud abandonada y sojuzgada como adultos peligrosos, tal y como si se tratase de aquel demente juvenil que causó pánico y conmoción por aquellos años: Higinio “Pelón” Sobera de la Flor, asesino necrófilo que cometió un par de apresurados y absurdos homicidios hacia 1952.