25 · 07 · 18 Dolores del Río: El triunfo de la introspección Compartir en twitter Compartir en facebook Compartir con correo Copiar al portapapeles Alonso Díaz de la Vega @diazdelavega1 Alonso Díaz de la Vega Abrazando a su cochinito o reencontrándose con su hijo, que no la reconoce, la imagen de Dolores del Río suele evocar el dolor de lo perdido o de lo que están por quitarnos. Su rostro era demasiado hermoso para sus personajes pero el realismo no era una de las grandes preocupaciones del cine en su tiempo. Más bien las películas buscaban la belleza que elude lo cotidiano, pero Del Río tenía además una intensidad variada. En sus filmes clásicos mexicanos ella solía representar la angustia de un país desorientado por la Revolución, y sobre todo de una feminidad consumida por el puritanismo, la misoginia y la desigualdad. Por supuesto, Del Río hizo todavía más que eso y fue también capaz de interpretar a hermanas gemelas en espectros distintos de la moral o a campesinas europeas de adaptaciones tolstoyanas. Podía bailar y cantar, pero sobre todo Dolores del Río se supo adaptar. Dolores del Río Nacida en 1904 en Durango, Del Río era una aristócrata local que huyó de la mano de su madre cuando los villistas se acercaban a la capital. Ambas abordaron un tren disfrazadas de campesinas mientras su padre escapó a los Estados Unidos. Sólo ella lo supo, pero uno no pude evitar preguntarse si esta aventura definiría las ambiciones en el futuro: buscando contar historias mientras fingía ser otros, Del Río comenzaría su carrera cinematográfica fuera de su cuna, en Estados Unidos. Pero mucho antes de eso, en 1919, la futura estrella descubrió en una función de la gran bailarina rusa Anna Pávlova su deseo de danzar, que a su vez la llevó a conocer a Jaime Martínez del Río, su futuro esposo, 18 años mayor que ella. Después de una luna de miel de dos años en Europa donde impresionó a los reyes de España con una función de danza para los soldados de la guerra en Marruecos, Del Río y su esposo se asentaron en la Ciudad de México. Ahí el dibujante, funcionario público y futuro cineasta Adolfo Best Maugard —que sería recordado por su película La mancha de sangre (1937)— los visitó y llevó a algunos amigos estadounidenses, entre ellos el cineasta Edwin Carewe, que se empeñó en hacer de Del Río una estrella de cine, pero no por las mejores razones. En tiempos del #MeToo es importante recordar que, mucho antes de que Harvey Weinstein acosara a Salma Hayek, Carewe manejó su relación profesional con Del Río en la misma forma hasta que en 1929 ella dijo a la prensa que nunca se casaría con él. Enfurecido, Carewe intentaría destruir la carrera de Del Río, pero con una amplia filmografía en el cine mudo y amistades con los mayores personajes de Hollywood —no sobra decir que ella era una estrella al nivel de cualquiera de ellos, desde Charlie Chaplin hasta Mary Pickford—, la venganza de Carewe fue imposible. Aunque Del Río había triunfado en el cine mudo sin hablar inglés, ante la llegada del sonido desarrolló rápidamente sus habilidades con el idioma y mantuvo su estrellato. Para cuando llegaron los años cuarenta, Del Río ya había hecho 30 películas y había trabajado con directores como Raoul Walsh, Busby Berkeley y Orson Welles —con quien sostuvo un romance—. Sin embargo, su popularidad en el cine estadounidense comenzaba a disminuir, aparecieron problemas personales y tuvo que enfrentar la muerte de su padre. Acechada, de algún modo, Del Río volvió a hacer un último gran escape a México, que resultaría en la etapa más importante de su carrera. María Candelaria (1943, dir. Emilio Fernández) Es curioso que Dolores del Río hizo menos de 20 películas en México y que éstas no constituyen la mayoría en su filmografía, sin embargo son las que le atrajeron mayor éxito en todos los sentidos. En cintas como Flor silvestre (1943) y María Candelaria (1943), dirigidas por Emilio Fernández, Del Río contribuyó al canon cinematográfico mexicano con personajes inolvidables que expresan el inmenso dolor de nacer mujer. De alguna manera reflejaban sus dificultades personales como esposa adolescente y actriz acosada. Las abandonadas (1945, dir. Emilio Fernández) muestra a Del Río como madre abnegada de un hijo perdido después de que en la realidad sufrió el trauma de un aborto espontáneo. En el cine mexicano, Del Río se exploró al fin a sí misma y contribuyó a la consolidación de las películas como un arte capaz de congregar al individuo y su mundo. Hacia los años sesenta, Del Río volvió al cine estadounidense, donde interpretó a la madre de Elvis Presley en Estrella de fuego (1960, dir. Don Siegel) y colaboró con John Ford en El ocaso de los cheyenne (1964). Pero su trabajo como actriz sería cada vez más esporádico ante sus intereses como filántropa. En los setenta apoyó la fundación del Festival Cervantino y fundó el grupo “Rosa Mexicano” para proteger a la niñez y a las mujeres dedicadas al espectáculo. Su última película sería Los hijos de Sánchez (1978, dir. Hall Bartlett). Del Río murió en 1983, sin embargo parece revivir a menudo cuando alguien pronuncia, como ella, el nombre de su amado Lorenzo Rafael en María Candelaria o cuando se recuerda su duelo con María Félix por el amor de un general en La cucaracha (1959, dir. Ismael Rodríguez). El cuerpo se fue, pero sus emocionantes dolores vivirán mientras haya cine.