14 · 08 · 18 Realidades internas/Espacios externos en el Nuevo Cine Alemán Compartir en twitter Compartir en facebook Compartir con correo Copiar al portapapeles Alonso Díaz de la Vega @diazdelavega1 Alonso Díaz de la Vega Este texto fue publicado originalmente en la gaceta de Berlinale Talents en febrero de 2015. A finales de los sesenta algo sucedió en Alemania. Al sonido del celuloide en revolución y bajo la luz convertida en narrativas que pueden entretener o cambiar la percepción que sus espectadores tienen del mundo y de sí mismos. Era el Nuevo cine alemán. Sus ecos se escucharon en la 65ª Berlinale, donde los miembros más importantes del grupo, Wim Wenders y Werner Herzog, estrenaron sus nuevos filmes en competencia. Wenders fue honrado con un Oso de Oro honorario, una retrospectiva y una clase magistral que dio a los jóvenes cineastas seleccionados para Berlinale Talents. El espacio fue el tema principal de este encuentro con la próxima generación de profesionales creativos y es la conexión esencial entre estos legendarios cineastas alemanes. El espacio también está fuertemente relacionado con el Nuevo cine alemán. Derivado de la necesidad de encontrar un sentido en las tragedias de los cuarenta que el país aún resentía, esta corriente cinematográfica estaba desesperada por examinar la locura, la vergüenza y la derrota experimentada por el pueblo alemán durante dos guerras mundiales; ambas iniciadas y perdidas por la trampa más recurrente de al sinrazón: la fe. La crítica, la máxima expresión de la mente racional, tuvo que confrontar la pasión y el resentimiento para esculpir una nueva nación con las cenizas del pasado que aún se respiraban. Tenía que crear un nuevo espacio alemán. Los alemanes encontraron en El tambor de hojalata, del novelista Günter Grass, la expiación con su pasado imperialista y una oportunidad de seguir adelante. En la novela de Heinrich Böll El payaso se recrearon las divisiones entre Oriente y Occidente, izquierda y derecha, catolicismo y protestantismo, para mostrar la necesidad de una identidad en común. El cine también tenía que encarar estos temas y jóvenes directores como Rainer Werner Fassbinder, Volker Schlöndorff, Margarethe von Trotta y Harun Farocki decidieron hallar la unidad en medio de la polarización de su país. Entre ellos estaban Herzog y Wenders, que, mediante su exploración del espacio y el movimiento, crearían dos de las filmografías más emocionantes en la historia. Ambos estaban fascinados desde el comienzo de sus carreras por la idea del viaje como una forma de expandir el alma. Decidieron explorar, redimir y engrandecer el espíritu alemán en carreteras, el extranjero y paisajes exóticos. Wenders y Herzog parecían combatir el nacionalismo del pasado al situar sus películas en otros países y al infundir un pensamiento foráneo en sus personajes. Muchos de los filmes de Wenders encuentran irresistible el mencionar a Estados Unidos y sus extraños íconos: la música, las estrellas de rock, la excentricidad del sistema de Hollywood y la resistencia de sus rebeldes. Los directores Sam Fuller y Douglas Sirk harían apariciones especiales en las cintas de Wenders. Nosferatu: el fantasma de la noche (1979, dir. F.W. Murnau) Herzog hizo su contribución dejando Alemania para enfrentarse con el mundo natural y explorar la mentalidad megalómana que había guiado a su nación al desastre. Las más grandes tragedias de Herzog tienen la resonancia mitológica de Tristán e Isolda, del compositor Richard Wagner, así como una fascinación con el Expresionismo que se manifestó más claramente en su visión del clásico mudo de F.W. Murnau: Nosferatu: el fantasma de la noche (1979). “El rodeo más largo es el camino más corto a casa”, escribió James Joyce. Al intentar explorar el mundo más allá de las fronteras alemanas, Wenders y Herzog en realidad estaba regresando a su patria, incapaces de abandonar su historia y sus tradiciones. El espacio extranjero se convirtió en una fuente de epifanía y redención. De entre ambos directores, Wenders estuvo más interesado en recrear la lucha alemana por la identidad. Durante la Berlinale Talents de este año, el director brasileño Walter Salles dijo en el panel “Road, Movie: Films in Motion” que Philip Winter, el protagonista de la trilogía de la carretera de Wenders, era un símbolo de una generación entera tratando de entenderse a sí misma. En Alicia en las ciudades (1974, dir. Wim Wenders), Philip, interpretado por un lánguido Rüdiger Vogler, es un atormentado escritor alemán en Estados Unidos cuya vida cambia cuando, mientras compra un boleto para volar a casa, conoce a una compatriota y a su pequeña hija Alice. Incapaz de funcionar profesionalmente y socialmente, Philip intenta capturar el paisaje norteamericano mediante fotos instantáneas que intensifican su nostalgia, a la vez que lo hacen eludir su malestar. Es un conservador emocional; un hombre que se aferra a lo que la realidad fue, no a lo que la realidad es. Su renuencia a llevarse a Alice consigo a Alemania cuando su madre desaparece sugiere la indiferencia y la confusión de una sociedad indispuesta a salir de la cómoda parálisis. Para Wenders, ni Philip ni los alemanes saldrían del pasado hasta no tener más opción que madurar y cuidar de la siguiente generación. En Falso movimiento (1975, dir. Wim Wenders) y Los reyes del camino (1975, dir. Wim Wenders) Philip encontraría retos similares. En la primera, se descubre a sí mismo entre un extraño grupo que incluye a un viejo atleta nazi, y en la última explora el campo alemán para arreglar proyectores cinematográficos. Los reyes del camino es una obra maestra que enfatiza la elección de Philip de una vida incierta. Ninguno de los filmes en la trilogía muestra un desenlace convencional, pero Los reyes del camino acepta el misterio de los días venideros; la relación desesperada entre el hombre y el miedo se convierte en el origen de la confusión y también en el deseo de salir de ella. En esta odisea alemana que atraviesa aldeas, ciudades y la naturaleza, el espacio se convierte en el centro donde la identidad nacional se puede definir a sí misma, pero también en un lugar de renacimiento para el alma humana. Los reyes del camino (1975, dir. Wim Wenders) A pesar de sus peculiaridades alemanas, el cine de Wenders reflexiona sobre la belleza de la vida diaria. Hay una escena en Los reyes del camino en la que Philip defeca en el campo. Ni humorística ni repulsiva, muestra al hombre reunido con la naturaleza como cualquier otra criatura. Esta universalidad podría ser la razón por la que su último filme Every Thing Will Be Fine (2015, dir. Wim Wenders), que se estrenó en competencia en la Berlinale este año, incluye a tres mujeres de distintas nacionalidades en un pueblo de latitudes desconocidas. El espacio alemán ha sido expandido y trascendido; las naciones se desvanecen cuando sus sociedades heridas sanan y se unen a otras en una gran comunión. De manera similar a Wenders, una frase de Queen of the Desert (2015, dir. Werner Herzog), la última película de Herzog, revela su forma de tratar el espacio: Gertrude Bell, interpretada por Nicole Kidman, dice: “Entre más me adentro en este laberinto, más me adentro en mí misma”. Los personajes de Herzog a menudo se disuelven en su contexto, como el protagonista de Stroszek (1976, dir. Werner Herzog), cuyo rostro y una toma de su remolque siendo subastado capturan la desilusión de un extraño en una tierra extraña. La excentricidad de estos mundos enajena a los personajes de Herzog de sí mismos y los ayuda a formar una personalidad más fuerte, como en el caso de Gertrude Bell, o refuerza los pensamientos que habrán de destruirlos. Aunque raras veces se preocupa por comentar sobre los temas alemanes contemporáneos, como Wenders, Herzog, en su debut, Señales de vida, (1968, dir. Werner Herzog), captura el fascinante momento de epifanía y arrepentimiento de su protagonista en cuanto a unirse al ejército alemán durante la Segunda Guerra Mundial. El joven soldado mira los molinos de viento girar en la planicies griegas; como un quijote moderno, comienza a dispararles y evidencia su locura. El paisaje estimula y escenifica su psique mutilada, tal como la jungla ha atrapado al protagonista al final de Aguirre, la ira de dios (1972, dir. Werner Herzog). Interpretado por el extraordinario Klaus Kinski, el traicionero, ambicioso y destructivo Lope de Aguirre convierte una expedición a una ciudad de oro en catástrofe. Con la jungla como testigo y reflejo de su consciencia, Aguirre se declara “La Ira de Dios” a un grupo de monos indolentes, los únicos súbditos que le quedan. Los mundos en los que estos personajes caminan no vienen sino de dentro de sí mismos, como en el poema de Wallace Stevens Tea at the Palaz of Hoon. Allí luchan por encontrar una otredad que les permitirá contemplar sus interiores o, en los casos trágicos, ayuda a la audiencia a entender la caída que les espera. Sin importar cómo terminen, el espacio en el que existen los hace hallarse más verdaderos y más extraños.