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Ernesto Gómez Cruz: LO QUE IMPORTA ES VIVIR…

En el clímax de Los Caifanes (1966-67), escrita por Carlos Fuentes y el director Juan Ibáñez, tiene lugar una escena memorable en una fonda en la carretera libre a Cuernavaca. Ahí, Enrique Álvarez Félix enfrenta desde su clasismo, a los cuatro personajes que dan título al filme: “Es muy fácil ser bravo cuando no se tiene nada que perder. Ustedes ni nombre tienen: Mazacote, Azteca, Gato, Estilos…Yo soy el Arquitecto Jaime de Landa. Yo sí tengo algo que perder. ¿Ustedes qué tienen? Mugrosos sin nombre…”. 

Uno de esos “mugrosos sin nombre”, fue el veracruzano Ernesto Celedonio Gómez Cruz (1933-2024), fallecido el pasado día 6 de abril, quien llegó casi por azar a esa película seminal, al egresar del Instituto Nacional de Bellas Artes, luego de pasar, sin pena ni gloria, como fotógrafo improvisado y cantante frustrado con educación secundaria y no más. Gómez Cruz, en el papel del Azteca, representaba a esa inmensa mayoría del país mucho antes de los tiempos de corrección política de hoy en día. Es decir: el proletario de ascendencia indígena, rasgos muy mexicanos, alburero, relajiento y malora, como lo muestran varias escenas en el interior del auto safari del Gato (Sergio Jiménez) —automóvil que, por cierto, pertenecía al aspirante a realizador de cine y director teatral, José Estrada— y, sobre todo, en dos secuencias fundamentales: la de la funeraria Gayosso, donde queda encerrado en un ataúd, y aquella en la que viste y besa a la estatua de la Diana Cazadora en Paseo de la Reforma.

Ernesto Gómez Cruz

Aquel afortunado debut que parecía insuperable y único demostró que la carrera de Gómez Cruz estaba en realidad por arrancar. Llovieron papeles similares proclives al encasillamiento, como el mecánico desmadroso amigo de Héctor Suárez en La sorpresa, episodio del debutante Jorge Fons en Trampas de amor, sin embargo, el actor desplegaría de inmediato una serie de facultades histriónicas notables, justo cuando trabaja por primera ocasión con el citado “Perro" Estrada en su debut con el episodio Rosa de Siempre hay una primera vez (1969). Ana Martin es la ingenua empleada doméstica Rosa que huye de casa de sus patrones y se muda al cuartito de su pretendiente, el burdo y machín mecánico Hilario, que encarna Gómez Cruz y que termina abusando sexualmente de ella.

La secuencia en Chapultepec es un muestrario de las dotes actorales de su presencia imprescindible. Hilario, con tenis blancos y copete rebeldón lleva en su bicicleta a la bella Rosa. Beben refrescos, se suben a las lanchas y escuchan en el radio portátil de aquel a Pedro Infante cantar "Cien años”. Después, la escena de la violación en el cuarto de Hilario está resuelta con gran eficacia con Gómez Cruz como un irrefrenable machito abusivo en la antítesis de ese otro papel magistral suyo en el mediometraje Paty chula (1991), de Francisco Murguía; el del Sr. Gutiérrez, libidinoso empresario de Guanajuato, machín y repulsivo, que consigue seducir y abusar de una bella jovencita snob (Vanessa Cianguerotti), estudiante de Comunicación en la Ibero y empleada de una empresa publicitaria.

Bajo la tutela del propio José Estrada, el actor aportará pequeños pero fascinantes personajes: el nacuarro Chester que se va a los Unites en Cayó de la gloria el diablo, el raterillo de Los Cacos, el transa estafador de la “cartera” que tima a Vicente Fernández en Uno y medio contra el mundo, el Hermano Mackenzie, falso predicador de El profeta Mimí, o el agresivo subalterno del líder de invasores “paracaidistas” en El primer paso de la mujer. De hecho, es en esos años setenta, cuando Ernesto Gómez Cruz desarrollará varios papeles importantes de apoyo e incluso de protagonista: es el caso de Auandar Anapu (1974, dir. Rafael Corkidi), una suerte de Cristo socialista erotizado, que enfrenta a los detentores del poder en un pueblo michoacano según este relato pánico-esotérico. O el peluquero y cantante tuerto, amigo del santón de una nueva secta en La venida del rey Olmos (1974), de Julián Pastor, con la que obtuvo su primer Ariel de coactuación, mismo que repitió en su papel de minero en Actas de Marusia (1975), de Miguel Littin.

Ernesto Gómez Cruz

En efecto, los setenta fueron pródigos para el histrión: Lucas García, el campesino que decide alojar a los trabajadores de la Universidad de Puebla que en breve serán linchados en Canoa (1975), de Felipe Cazals. En Caminando pasos... caminando (1975), de Federico Weingartshofer, es el maestro rural en una comunidad empobrecida del Estado de México, que intenta integrar a sus estudiantes a un grupo guerrillero en formación. En contraste, encarna al corrupto y lascivo ingeniero Reginaldo en Tívoli (1974), de Alberto Isaac, que toma como “prenda” a la espectacular Lyn May. Y el afable líder lacandón Chankin, cuyo amigo, el documentalista que encarna Sergio Jiménez, filma el parto de su esposa en Cascabel (1976), de Raúl Araiza.

A fines de esa década construye con eficacia personajes fascinantes al lado del actor Pedro Armendáriz hijo: El licenciado transa y borrachín de El complot Mongol (1977), de Antonio Eceiza, cuya máxima es: “Tener la razón vale un carajo, lo que importa es tener cuates…”, el plomero Gilberto Gómez Letras en las adaptaciones de Paco Ignacio Taibo, Días de combate y Cosa fácil, ambas de 1979, de Alfredo Gurrola y, sobre todo, el personaje del Cabo Pantoja de Cadena perpetua (1978), de Arturo Ripstein, a cargo del penal en las Islas Marías que convive con El Tarzán en sus veladas alcohólicas y al que luego acuchilla al enterarse de se acuesta con su mujer (Pilar Pellicer), y que le valiera otro Ariel de coactuación.

La gran trayectoria de Ernesto Gómez Cruz con más de 180 películas entre largos y cortos dio pie, de los años ochenta al nuevo milenio, a la creación de personajes memorables como el vulgar, atrabancado e inculto capo mafioso de El infierno (2010), de Luis Estrada, el exministro que vive un calvario emocional mientras espera el supuesto llamado que lo confirmará como Secretario de Estado en La víspera (1982), de Alejandro Pelayo, el pobre gallero cuya suerte se trastoca en El imperio de la fortuna (1986), de Ripstein, segunda, amarga y fiel versión de El gallo de oro, de Juan Rulfo. A su vez, el extraordinario don Ru, cincuentón dueño de una cantina que descubre tardíamente su homosexualidad, en El callejón de los milagros (1994), de Jorge Fons, y, finalmente, Lázaro, casado con María Rojo, dueño de una maltrecha hacienda que toma como trabajador al forastero Gonzalo Vega, que embaraza a su mujer y al que un accidente lo dejará con la mentalidad de un niño al que habrá que enseñarle a comer y a hablar, en el gran filme de Luis Alcoriza, Lo que importa es vivir (1986), cuyo título resulta una alegoría de su propia e inacabable obra fílmica.