26 · 04 · 21 El insólito cine pánico-esotérico Compartir en twitter Compartir en facebook Compartir con correo Copiar al portapapeles Rafael Aviña El mayor impacto cultural de un año como 1968 fue el estreno en la XI Reseña del cine Roble y en la otrora célebre Reseña de Acapulco, de Fando y Lis (1967) de Alejandro Jodorowsky, protagonizada por Sergio Kleiner y la joven cantante y actriz Diana Mariscal, cinta producida, entre otros, por Roberto Viskin y Juan López Moctezuma, que representaba la antítesis del cine mexicano de ese momento. Un extravagante, excesivo, perturbador y antisolemne relato, inspirado en una pieza teatral de Fernando Arrabal, con imágenes bellísimas en blanco y negro a cargo de Antonio Reynoso y Rafael Corkidi.Pese a la participación de figuras como: Juan José Arreola y María Teresa Rivas; los futuros y malogrados cineastas Luis Urías, René Rebetez y Pablo Leder; el afamado director teatral Julio Castillo, y la presencia de personalidades como: Tamara Garina, Tina French, Carlos Savage, los propios Jodorowsky y Corkidi, y Carlos Ancira como el narrador, el cineasta debutante sólo obtuvo el rechazo de la cultura oficial de entonces. Todo ello, en un contexto fílmico en el que se proyectaban obras como: El graduado, de Mike Nichols; Pierrot, el loco de Jean-Luc Godard; Patsy, mi amor de Manuel Michel; Edipo, hijo de la fortuna, de Pier Paolo Pasolini, o El bebé de Rosemary, de Roman Polanski, quien se paseaba con su mujer Sharon Tate en aquella citada Reseña acapulqueña.Fando y Lis y tres películas de 1969: Mictlán o la casa de los que ya no son, escrita y dirigida por Raúl Kamffer; Anticlímax, dirigida por el artista plástico y cineasta Gelsen Gas, con guion de Luis Urías, y El Topo, de Jodorowsky, proporcionan claves importantes en el núcleo de la ruptura intelectual de ese momento, que derivaría en dos inquietantes vertientes fílmicas: un cine mexicano experimental que ya contaba con otros antecedentes importantes y, sobre todo, una insólita y nueva corriente conocida como cine pánico y/o esotérico con Jodorowsky como líder principal de esos atípicos filmes contraculturales. Alucarda, la hija de las tinieblas (1977, dir. Juan López Moctezuma) Aquel cuarteto de obras, darían pie a ese cine de rompimiento con elementos eróticos, impenetrables, pánicos y críticos, enarbolado en breve por Alfredo Joskowicz con su debut en Crates (1970), Rafael Corkidi, con Ángeles y querubines (1971), Auándar Anapu (1974), Pafnucio Santo (1976) y Deseos (1977). Y a su vez: Apolinar (1971), de Julio Castillo; La mansión de la locura (1971) y Alucarda (1975), de Juan López Moctezuma, y Pubertinaje (1971), de Pablo Leder, José Antonio Alcaraz y Luis Urías, entre otras; todas sin excepción, obras de exacerbada imaginería visual.La vertiente “pánica” o Grupo Pánico, con elementos surrealistas y enigmáticos, surgía hacia 1962, en París, Francia. Era una escuela o inclinación artística creada por Jodorowsky y los artistas y escritores Olivier O. Olivier, Jacques Sternberg, Fernando Arrabal y Roland Topor (coguionista de El planeta salvaje), centrada en tres elementos esenciales: terror, humor y simultaneidad. Es decir, la idea era sacudir al espectador con una suerte de nueva expresión artística en la que el horror no descarta el humor y en donde se mezclan, al mismo tiempo, elementos aparentemente contradictorios: luz y sombra, belleza y fealdad, odio y amor, destrucción y construcción.Luego del prólogo de ese western onírico que es El Topo, protagonizado por el propio Alejandro Jodorowsky, un pistolero de sombrero, gabardina y botas de piel negra que avanza a caballo por un inclemente desierto cubriéndose con un paraguas y llevando a su pequeño hijo desnudo (Brontis Jodorowsky), las siguientes dos secuencias ilustran muy bien la idea del cine pánico. El Topo llega a un pueblo cubierto de cadáveres y sangre que corre por paredes y una charca. Un sobreviviente clama: “Mátenme por piedad”. Aquel, le da la pistola a su hijo para que lo ejecute. Después, se topan con tres bandoleros demenciales a los que El Topo les da violenta muerte. De una escena terrible de brutalidad y extinción, se pasa a una de humor irónico y exaltado —música incluida—, y se regresa de nuevo a una violencia exacerbada, para mostrar esta simultaneidad por la que apostaba dicha corriente.Ángeles y querubines, escrita por el poeta Carlos Illescas, con foto del propio Corkidi, resultó, por ejemplo, otro extravagante y perturbador filme de corte surrealista-gótico-pánico. Así, en el interior de un relato místico, alegórico y vampírico, Ana Luisa Peluffo encarna al Demonio; Helena Rojo, a la Tentación; Jaime Humberto Robles, a un Ángel, y el veterano David Silva, a Lucifer, trastocado para entonces en un actor de culto de ese cine esotérico, extraño y fascinante, como lo demostraba Alucarda, la hija de las tinieblas y La mansión de la locura, de Juan López Moctezuma, audaz émulo de Jodorowsky, creador de un cine de horror y erotismo, intrigante y sobrecogedor. La primera, inspirada en una novela de Sheridan Le Fanu y la segunda, en un relato de Edgar Allan Poe. David Silva participaría a su vez, en una breve viñeta de otro relato pánico- esotérico de 1971: Pubertinaje, bajo la dirección del novel Pablo Leder, en un filme inconcluso y mutilado, que incluía tres episodios: Una cena de Navidad (Leder), Juego de espejos (Alcaraz) y Tetraedro (Luís Urías), estrenada hasta 1978 con sólo los dos primeros relatos. Y también, en La montaña sagrada, de Jodorowsky, película de accidentado rodaje que irritó a la Iglesia Católica y terminó exhibiéndose censurada hasta 1975 en inglés y con subtítulos en español.Sus imágenes alucinantes a cargo de Corkidi hablan por sí solas: niños y jovencitas desnudas en una zona miserable acompañados de un mutilado, un grupo de Granaderos en la Merced con cadáveres de perros rapados en lugar de bayonetas en sus rifles, sapos vestidos de aztecas y otros más de españoles que escenifican la Conquista de México, o cientos de maniquís de Cristo, fabricados en yeso con los genitales cubiertos y más. Sin duda el cine pánico y esotérico fue un instante vigoroso de búsqueda interior y experimentación extrema cuya cresta fue aquel contexto de contracultura que permeó en las décadas de los años sesenta y setenta.