02 · 10 · 23 DEL BRAZO Y POR LA CALLE: una historia de amor condenada al fracaso Share with twitter Share with facebook Share with mail Copy to clipboard Realizada en la etapa final de la carrera de Juan Bustillo Oro, misma que coincide con una serie de tramas policiacas y de corte social, oscuras y desesperanzadas, muy opuestas a las exitosas comedias teatrales de su primera época, Del brazo y por la calle (1955) es un intenso drama negro y una suerte de historia de amor condenada al fracaso, que mostraba a la urbe como un personaje más y a sus protagonistas, como seres imposibilitados a escapar a un destino brutal, obsesionados con un pasado proclive a la melancolía. La película resulta una rareza dentro de nuestro cine: Marga López, Manolo Fábregas y la Ciudad de México como protagonista (dentro de los títulos mismos), la voz del narrador Carlos Ortigoza sin crédito, más un puñado de extras y personajes incidentales, son los únicos actores de un filme dramático, cuyo tema es la pobreza, la redención, la esperanza y la violencia contenida, que abre con imágenes nocturnas de Avenida Juárez, el palacio de Bellas Artes, el edificio Guardiola en la calle de Madero, para trasladarnos a Puente de Alvarado, el Restaurante Jena, y de ahí a la zona de abandono en Nonoalco: Buenavista, la estación de trenes y su mítico puente. Adaptada por el propio Bustillo Oro y Antonio Helú, cultivador de la literatura policiaca y, a su vez, interesante realizador, Del brazo y por la calle es una adaptación cinematográfica de una obra teatral del chileno Armando Mook escenificada en el teatro mexicano a principios de los años cuarenta y protagonizada entonces por Fernando Soler y María Teresa Montoya. El relato es simple y complejo al mismo tiempo: un incipiente matrimonio avanza confiado tan sólo en su cariño; ella, María (Marga López), es una muchacha que ha dejado atrás todas las comodidades de su familia adinerada que rechaza por completo su compromiso con un joven que no pertenece a su clase y, por ese motivo, los padres de ella rompen con la pareja. Él, Alberto (Manolo Fábregas), es un artista; un aspirante a pintor que ha dejado el arte para convertirse en un frustrado, explotado y mal pagado empleado de una agencia de publicidad, realizando bosquejos vulgares y superficiales.La Ciudad de México y, de manera particular los rumbos de Nonoalco, se convierten en el tercer personaje emocional que atestigua su crisis, su caída y su posible salvación. Todo ello, bajo una impresionante fotografía plagada de claroscuros a cargo de Ezequiel Carrasco, que lleva a extremos las calles mal iluminadas, los escenarios nocturnos, las penumbras y la urbe pulsante, el escenario artificial de la vivienda, la azotea, las luces lejanas de la ciudad y, en particular y de manera magistral, aquella escena en la que los personajes se encuentran separados por el puente de Nonoalco y no pueden encontrarse en ese marasmo emocional en el que viven.El matrimonio vive al día en un “rincón cerca del cielo”, rodeados de un agresivo ambiente visual y sobre todo sonoro que les sirve de arrullo: el estruendo del patio ferrocarrilero de Nonoalco, el rugir de las ruedas y los silbatos de las locomotoras, una llave de agua que gotea y el ruido provocado por el taller de un vecino. El hartazgo, la pobreza del barrio, la frustrante vida conyugal, la ingenuidad y el alcohol llevan a María a cometer un forzado adulterio. Él por su parte, regresa de su turno de noche y no la encuentra. Memorables resultan las escenas de Fábregas en lo alto del puente de Nonoalco durante la madrugada esperando por su mujer. Ella duda entre suicidarse o volver al lado de su marido. Ambos deambulan por las calles hasta que finalmente se reencuentran en su hogar y ella le confiesa la verdad. El enfrentamiento es amargo, discuten en el transcurso de esa noche para regresar a la rutina cotidiana y escapar finalmente del brazo y por la calle.La pareja resuelve olvidar y se ha perdonado en apariencia, en los límites de un filme realista e inquietante con una emotiva y bella partitura de Raúl Lavista, un tema musical compuesto por Mario Ruiz Armengol, interpretado por el grandioso Pedro Vargas, y un complejo ambiente de serie negra social y dramático como espejo de otro filme notable: A la sombra del puente (1946), de Roberto Gavaldón, realizado casi una década antes.