01 · 24 · 23 El advenimiento de los jóvenes universitarios Share with twitter Share with facebook Share with mail Copy to clipboard Rafael Aviña Entre charros, chinas poblanas, rumberas y cabareteras, explotadores de mujeres y madres abnegadas, el cine nacional había olvidado a un personaje que en el sexenio ruizcortinista encontraría su razón de ser y la cura a un nihilismo perdido en el fárrago del melodrama. El cine descubría a los jóvenes: al rebelde sin causa, o al paria torcido que descendía a los infiernos de la droga, el sexo, la prostitución y el rock, para salir de ahí, arrepentido y aleccionado en busca del redil paterno. En los años cincuenta y sesenta, nuestro cine abría la veta de una juventud inconforme y rebelde sin pena ni causa. Nuestra cinematografía, daba cabida a esa otra generación de jóvenes preparatorianos y universitarios, cuyos dilemas principales no pasaban de un examen, un baile juvenil, un partido de futbol americano, un encuentro de bandas de rock, mambo, cha cha chá, jazz o calypso, o una fiesta de quince años. Y es que, el cine daba Paso a la juventud (1957, Dir. Gilberto Martínez Solares) en un intento por reflejar en la pantalla aquel México moderno, heredado del Alemanismo. Paso a la juventud (1957, Dir. Gilberto Martínez Solares) Si el Alemanismo había traído los placeres de la vida nocturna a ritmo de bolero y danzón, tocó al sexenio de Adolfo Ruiz Cortines agilizar esos mismos ritmos y con ellos, ampliar aún más una brecha generacional que se sofocaba en el tradicionalismo de los padres y la vida libre por la que clamaban los jóvenes. El ideal del confort social y tecnológico importado de Estados Unidos en el sexenio pasado, abría el espectro a nuevas modas, comportamientos y música y los modelos hollywoodenses pronto se imitaron. Cintas como El salvaje (1954, Dir. Laszlo Benedek) con Marlon Brando, Rebelde sin causa (1955, Dir. Nicholas Ray) con James Dean, Sal Mineo y Natalie Wood y Semilla de maldad (1955, Dir. Richard Brooks) con Bill Haley y sus Cometas, Glenn Ford, Sidney Poitier y Anne Francis, funcionaban como retratos de rebeldía, individualismo, adultos castrantes y delincuentes juveniles. El cine mexicano descubría al nuevo estudiante universitario que nada tenía que ver con la bohemia, las bromas estudiantiles y los idilios tradicionales de aquellos muchachos maduros de Adiós juventud (1943, Dir. Joaquín Pardavé), con el propio Pardavé, Luis Aldás y Alfredo Varela hijo. Por el contrario, los jóvenes universitarios retratados por el cine en la segunda mitad de los cincuenta, parecían moverse en locaciones bien definidas: el hogar sacrosanto, la pensión de estudiantes atendida casi siempre por solteronas o viudas rellenitas, sonrientes, regañonas y dulces. La fuente de sodas o la cafetería juvenil impensable sin rockolas, ice cream y pista para bailar. En ocasiones, los antros de mala muerte con billares o bodegas repletas de cajas vacías. Los salones de baile y rara vez el interior de la biblioteca. Y en varias ocasiones, la gradería, el exterior y el interior del nuevo Estadio Olímpico de Ciudad Universitaria, así como los exteriores de sus recintos más representativos: la Rectoría, la Biblioteca Central, las islas, la Alberca Olímpica de CU, la Facultad de Arquitectura, de Medicina y de Filosofía y Letras, así como el Estadio de prácticas y la lateral de la Avenida Insurgentes Sur. El retrato de ese país de ficción que había iniciado con la cimentación de Ciudad Universitaria creando alrededor de ella todo un set cinematográfico emocional y la construcción de nuevos personajes urbanos: el trabajador y estudiante, el universitario hijo de familia, el huérfano que luchaba por dejar la pobreza convirtiéndose en profesionista. El aspirante a arquitecto, médico, científico, ingeniero o abogado que intentaba luchar por un país más justo. Y con ellos, el compositor, el arreglista, el director de orquesta, el atleta, o el jugador de futbol americano y sus guías: ya sea el músico famoso, el entrenador, el pintor célebre, el profesor, el científico, el médico ilustre, o el padre y la madre abnegada que sacrificaban su vida por sus hijos universitarios como: Carlos López Moctezuma en Padre nuestro (1953, Dir. Emilio Gómez Muriel) y Amelia Bence en Siete mujeres (1953, Dir. Juan Bustillo Oro). Padre nuestro (1953, Dir. Emilio Gómez Muriel) Asimismo, algunos niños actores de la época de oro se transformarían en universitarios gracias al cine como: Alfonso Mejía, Evita Muñoz Chachita y Freddy Fernández El PIchi. Otras figuras de ese periodo transitarían en los universos de la UNAM sin contradicción alguna como: Adalberto Martínez Resortes, Lilia Prado, Germán Valdés Tin Tan, o Wolf Ruvinskis. Tomarían mayor impulso otros, como: Joaquín Cordero y aparecerían nuevos rostros: los de Tere y Lorena Velázquez, Julio Alemán, Maricruz Oliver, Héctor Godoy, Ana Bertha Lepe, Martha Mijares, Fernando Luján, Alejandro Ciangherotti, Héctor Gómez, René Cardona hijo, Adriana Roel, Juan García Esquivel, Lilia Guízar, Alfonso Arau y Sergio Corona. Y al mismo tiempo, la moral de la clase media en el cine nacional, creadora de tales monstruos con acné, tobilleras, suéteres o chamarras bordadas con una letra U o una P y libros bajo el brazo, no encontraría mejor salida a sus problemas que la experiencia de los adultos: ya sea el padre de familia, el sacerdote, el maestro o un comprensivo sicólogo. Ello, en medio de esa rivalidad deportiva entre el Politécnico y la UNAM como alegoría de las crisis hormonales de esos nuevos universitarios en filmes como: ¡Viva la juventud! (1955 Dir. Fernando Cortés), La locura del rock and Roll (1956, Dir. Fernando Méndez), Juventud rebelde (1961, Dir. Julián Soler) o Siempre hay un mañana/La vida del padre Lambert (Juventud sin Dios) (1961, Dir. Miguel Morayta)…