06 · 19 · 25 Carlos Bonfil (1952-2025) Share with twitter Share with facebook Share with mail Copy to clipboard Rafael Aviña La vida es un cúmulo de instantes que laceran o reconfortan pero que nos alimentan. Instantes que se deslizan como agua tal como ocurre en el mecánico acto de lavarse las manos. La primera vez que vi y hablé en persona con Carlos Bonfil fue en la oficina de prensa de Cineteca en noviembre de 1990, durante la entrega de acreditaciones para las funciones de la Muestra de ese año. Yo lo leía y lo admiraba, sobre todo su estilo, sensibilidad y elegancia para redactar sus críticas; por supuesto yo deseaba escribir con esa fluidez, ironía, desenvoltura y belleza literaria con la que unía sus frases y pensamientos. Curiosamente, tanto Bonfil en La Jornada como Naief Yehya y yo en Uno más uno, tuvimos la oportunidad de debutar como críticos de cine en marzo de aquel año. Hacia 1991 o 92 coincidimos en el Festival de cine de Guadalajara, fue ahí donde charlamos por primera vez. Desde entonces, me percaté del humor, ironía y sensatez que Carlos tenía, pero sobre todo su calidad humana y sencillez abrumadora que contrastaba con su excepcional intelecto. Buena parte de su niñez la pasó metido en esas salas oscuras y luminosas a la vez que funcionaban como escape, y fantasía, donde se podían encabalgar tristezas, sueños y alegrías y eso lo colocó en el camino correcto al igual que su pasión por las letras inglesas y francesas, idiomas que manejaba a la perfección. Carlos Bonfil | FOTO: La Jornada, 2017, José Carlo González Recuerdo su genuino gozo y sorpresa compartida, cuando descubrimos por primera vez, películas como Tequila, de Rubén Gámez; Hasta morir, de Fernando Sariñana; Crónica de un desayuno, de Benjamín Cann; Mil nubes de paz, de Julián Hernández; Temporada de patos, de Fernando Eimbcke; Japón, de Carlos Reygadas; Sangre, de Amat Escalante; Cumbia callera, de René U. Villarreal, o La camarista, de Lila Avilés. Y es que Carlos Bonfil tiene y tendrá un lugar preponderante dentro de la crítica y la cultura fílmica nacional y no solo por su rigurosidad y estilo único. Se piensa que Carlos era un crítico “exquisito” y si, lo era en efecto, pero era también alguien que adoraba la experiencia fílmica, no la padecía. Veneraba con pasión las salas fílmicas y el cine mexicano. Contra lo que pudiera pensarse, se sabía diálogos y recordaba situaciones del cine nacional más popular y a su vez, apoyó con fervor las carreras de jóvenes cineastas mexicanos contemporáneos que intentaban abrirse paso sin dejar de ser crítico y observador con ellos. Y sobre todo, evitaba a toda costa escribir de insensateces y pretenciosidades y prefería extraer lo mejor de aquello que él consideraba valioso, estimulante y trascendental.Carlos amaba de manera particular el Festival Internacional de Cine de Morelia (FICM) y fue integrante fundamental en la creación de éste desde las Jornadas de Cortometraje en 1994 ideadas por Daniela Michel y Enrique Ortiga y poco después, en los Encuentros de realizadores mexicanos al inicio de los dos miles, Daniela nos invitó a Joaquín Rodríguez, a Carlos Bonfil y a mí a moderar las mesas con cineastas en ciernes que preparaban sus óperas primas (Eimbcke, Iván Ávila Dueñas, Everardo González, Marcela Arteaga, entre muchos otros) y en breve, Carlos Bonfil se sumó al comité de selección del Festival en los rubros de largo documental y ficción. Carlos realizó estudios de literatura francesa en la Universidad de París IV (Sorbona) y de traducción en Paris Dauphine X, fue autor de la curaduría en la magna exposición Del rancho a la capital para el Museo del Estanquillo en 2011 y autor de los libros Águila o sol: las apariciones de Cantinflas (1993) y en colaboración con Carlos Monsiváis A través del espejo: el cine mexicano y su público (1994) y Al filo del abismo. Roberto Gavaldón y el melodrama negro (2016) y editor y coordinador del volumen ¡Hoy grandioso estreno!: El cartel cinematográfico en México (2011). No obstante, existe otro Carlos Bonfil: el amigo querido y entrañable, el hombre íntegro y sensible con una filosa ironía que heredó con seguridad de su amigo y mentor Carlos Monsiváis. Carlos se trastocó en un colega solidario en la presentación de mis libros; siempre me comentaba que terminarían por llamarnos: “Manolín y Schillinsky”. Compartimos múltiples presentaciones, conversatorios, viajes, festivales y cafeterías. A Carlos le daba temor hablar en público; sin embargo, siempre terminaba dominando el espacio, como nos sucedió en el Festival de Cartagena, donde borró a todos con su elocuencia. Pero lo que más recuerdo de aquella travesía fue nuestra caminata nocturna en una Cartagena alucinante en Miércoles de ceniza, rodeados de personas con cruces en la frente como en un relato de García Márquez.De a poco y con los años, nuestras conversaciones pasaron del cine a nuestras propias historias, nuestros seres queridos, los recuerdos de infancia, preocupaciones, alegrías y temores. Carlos siempre fue muy discreto con su vida personal y solía poner barreras con elegancia y sensatez a la mayoría. Más allá del comprometido, admirado y culto crítico que era, tuve acceso a la persona fuerte y vulnerable a la vez. Al amigo siempre sonriente, que solía hacer chistes de una ironía cortante. Rememoro una charla de madrugada en una taquería de la costera en Acapulco, la marisquería que descubrió en Los Cabos y las noches de Morelia sobre todo.Carlos consiguió derrotar un cáncer hace más de diez años. No obstante, en los últimos meses, aquel intruso indeseado regresó y de a poco empezó a hacer ligeros estragos en su cuerpo pero nunca en su ánimo y en su voluntad. Siguieron nuestros encuentros en cafeterías antiguas que en breve dejarán también de existir. En las últimas semanas charlábamos por teléfono desde cancerología mientras le hacían alguna quimioterapia y su humor se mantenía incólume. Yo al igual que él, nunca perdí la esperanza; ya la había librado antes. Incluso, hace tres semanas me acompañó a la charla en Cineteca de Cayó de la gloria el diablo (dir. José Estrada, 1971) él sabía lo importante que era para mí presentarla; y sí, lo observé delgado, rapado y con cubre bocas pero mi hijo Rai y yo lo vimos entero y sonriente. Después, la semana pasada que lo visité en su casa, supe que las cosas no iban bien y no obstante yo seguía teniendo confianza. Hoy me enteró de su partida y la de otro querido amigo, Pepe Návar, y la tristeza y la rabia me envuelven. Con dolor despido al mejor amigo, el crítico es y será siempre un referente mundial. En 35 años de conocerlo y leerlo nunca conseguí alcanzar su sutileza y elegancia y mucho menos su elocuencia, ironía y altísima cultura, no obstante, sé que fui uno de los pocos privilegiados de contar con su cariño y amistad profunda. Pero sobre todo, celebro el haber permanecido muy cerca de ese ser único, especial e inolvidable. Descansa en paz querido Carlos.