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Kyzza Terrazas recomienda Born to Lose: The Last Rock and Roll Movie

{{Born to Lose: The Last Rock and Roll Movie}} (1999), de Lech Kowalski

“This song’s entitled… ‘Born to lose [until you live]’” (Esta canción se llama… ‘Nacer para perder [hasta vivir])’, dice Johnny Thunders en la intro en vivo a la canción que lleva el mismo nombre.
A diferencia de otras guitarras del punk, la de Johnny Thunders tenía algo de prodigiosa. Afinada, melódica y en ocasiones hasta virtuosa —un sonido que contrastaba con su voz áspera y, como tantas otras voces del punk, carente de dicción. Comenzó a hacerse un nombre cuando tocaba con los New York Dolls, aquella banda fundacional —apreciada por pocos en su momento, a principios de los setenta— que abrió camino para Kiss y otros grupos de punk y glam metal rock. Después de aquella etapa Thunders creó su propia banda, The Heatbreakers, que tocó a menudo con los Sex Pistols y los Ramones. Más adelante el grupo se separó, pero Johnny Thunders siguió tocando ocasionalmente como solista. Murió a los treinta y ocho años en Nueva Orleans, en 1991, a causa de una sobredosis de heroína.

Born to Lose, de Lech Kowalski —quien nació en Londres durante los cincuenta, de padres polacos, pero creció en Utica, Nueva York— es un retrato del legendario Johnny Thunders. Una pieza que, como sus otras películas, explora una obsesión: la confrontación con el sistema y el abuso de sustancias.

Hay un espectro moral en la lucha punk. Hay los que han nacido para perder, pero su derrota no es inocua ni triste, como muchos moralistas pretenden llamarla. “Es una pena, un talento desperdiciado”, parecieran espetar. Las vidas de estos “perdedores” pueden verse, desde la normalidad social, como eso, un desperdicio. Sin embargo, desde otro punto de vista, podríamos decir que ellos decidieron llevar una vida así: No future. Live fast. Die young stay pretty. Su actitud ante la vida —autodestructiva a todas luces—, como protesta ante la estupidez de la sociedad y el autoritarismo del Estado. Y el punk —esas tocadas de clímax y de alcohol y, por supuesto, mucha droga—, como antídoto frente a los valores de Occidente. ¿Por qué The Clash o Johnny Thunders hablaban del Ayatolah? ¿Por qué de pronto la confusión con las insignias nazi que a veces lucían los punks?

Eso es lo interesante del documental de Kowalski, que no parece juzgar aquella vida desenfrenada, sino mostrarla, pintar un cuadro sobre la radicalidad y el rechazo a un modo de vida (recordemos que aquellos tiempos, setenta y ochenta, eran verdaderamente fascistas). No hay sentimentalidad en sus entrevistas ni su edición. Hay un respeto absoluto por lo que se vivió entonces y por todos los personajes, aunque aparezcan —como a menudo lo hacen— en estados alterados. No hay una preocupación de relatar los hechos tal y cual sucedieron en la vida de este prodigio de la guitarra. La visión es fragmentaria, con entrevistas a junkies y ex-junkies, y hay muy poco del propio Johnny Thunders hablando, aunque gran pietaje de él durante sus tocadas. Creo que esto se debe, en realidad, a que no juzga, a que con la elección de material y la edición procura emular, en cierto sentido, aquella actitud punk frente a la vida. Por eso, por ejemplo, muestra casi íntegra la ininteligible entrevista con un amigo y compañero de banda, el francés, Henry Paul, y su madre —en un inglés precario, e interrumpiéndose mutuamente, relatan cómo Johnny Thunders manchaba las paredes de sangre después de inyectarse.

Johnny Thunders nos enseñó, como todos los grandes, a vivir para luchar. A nacer para ir perdiendo.