03 · 01 · 21 'Indigenist' Mexican Cinema Share with twitter Share with facebook Share with mail Copy to clipboard Rafael Aviña El retrato del indígena mexicano está presente desde los orígenes de nuestra cinematografía. Ello, a través de una visión que se mueve entre lo paternalista, lo folclórico, lo etnográfico y lo documental, como se aprecia en los cortos: Desayuno de indios (1896, dirs. Gabriel Veyre y Claude F. Bon Bernard), Casamiento de indios en Zapotlán (1907, dir. Salvador Toscano), Danza de los indígenas de Teotihuacán y de las pirámides (1920, dir. Manuel Gamio). Con todo, el cine nacional, en los años veinte del siglo pasado, entablaba un curioso proceso estético para capturar la tragedia, la festividad del campo y el rostro indígena en sus imágenes. Un intento de arar con luz y abonar con sus relatos de ficción en ese paisaje tan cercano y tan desconocido que resaltaba en medio de un país eminentemente rural e indígena. No obstante, la ingenuidad de sus primitivos argumentos que inauguraban esa nueva temática indigenista, con obras como: De raza azteca (1921, dir. Guillermo "Indio" Calles y Miguel Contreras Torres), El indio yaqui (1926) o Raza de bronce (1927) ambas, del propio Indio Calles, serían sacudidos, cuando en los albores de la década siguiente, llegaba a suelo mexicano el cineasta ruso Sergei Mijáilovich Eisenstein, quien desde un inicio parecía dispuesto a reinterpretar los misterios de los indígenas de esa tierra ignota, dando pie a su fascinante y malogrado proyecto titulado ¡Qué viva México! (1931). La estancia de Eisenstein, quien concibió, sin proponérselo, una escuela fílmica para una generación de artífices de la luz y del encuadre, va a influir de manera notable en otros realizadores como Fernando de Fuentes, Chano Urueta, Arcady Boytler, Adolfo Best Maugard, y en particular en la mancuerna integrada por Emilio "El Indio" Fernández y Gabriel Figueroa, quienes terminarían por inventar un México indígena de proporciones míticas que sólo podía existir en su imaginación febril alimentada por ese nacionalismo cultural que empezaba a gestarse. Así, el primer gran eco eisensteniano de ese cine indigenista se aprecia en 1934 con Janitzio, de Carlos Navarro, protagonizada por Emilio "El Indio" Fernández y María Teresa Orozco, y Redes, de Fred Zinnemann y Emilio Gómez Muriel, en la que participaban pescadores de Alvarado, Veracruz; fotografiadas respectivamente, por los estadunidenses Jack Draper —afincado en México— y Paul Strand. Macario (1959), Roberto Gavaldón. Other examples of this alternative cinema, which discovered the sensitivity of the indigenous universe, can be seen in films like: Raíces (1943, Benito Alazraki) and El brazo fuerte (1958, Giovanni Korporaal) - written by Juan de la Cabada, both films photographed by Waler Reuter – or El despojo (1969, Antonio Reynoso), shot by Rafael Corkidi in the arid valley of Mezquital and based on a story written by Juan Rulfo. Also in perceptive documentaries that show the marginalization of indigenous people: Los que viven donde sopla el viento suave (1973, Felipe Cazals), a film that denounces overcrowding and misery in a community of Seris in Sonora. Also in Juan Perez Jolote (1973, Archibaldo Burns), based on a book by the anthropologist Ricardo Pozas, about the exploited and alienated Tzotzil community in San Juan Chamula, Chiapas. The racist classism of Mexican society can be observed in dialogue from La bienamada (1951), a lesser known film from Emilio Fernández, in which a dark skinned Mexican teenager is nicknamed “aboriginal” or “indigenous”.