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CREPÚSCULO, de Julio Bracho, a 80 años

Vilipendiado y, al mismo tiempo, elevado como uno de los realizadores más elegantes de nuestro cine, Julio Bracho debutó en 1941 con el relato de nostalgia porfirista ¡Ay qué tiempos señor don Simón!, ambientado en 1900 y protagonizado por Arturo de Córdova, Mapy Cortés y Joaquín Pardavé. En esa misma década, Bracho realizaría 14 películas, convirtiéndose en uno de los más prolíficos de ese momento. No sólo eso, en esos propios años cuarenta, se interesaría por una serie de relatos intelectuales y trágicos como lo ejemplifica esa elegante reelaboración del policiaco noir que es Distinto amanecer (1943) y Crepúsculo (1944).

Crepúsculo (1945, dir. Julio Bracho)

Asesorado por el médico cirujano Doctor José Nava y el siquiatra Doctor José Quevedo, Julio Bracho se interna en la mente desequilibrada de un galeno que estudia la oscuridad del alma y la mente humana en su libro Crepúsculo y, por supuesto, nadie mejor para interpretarlo que Arturo de Córdova, capaz de moldear otros personajes similares sin caer jamás en la repetición o la fórmula, tal y como lo demuestran: La diosa arrodillada, En la palma de tu mano o Él, por mencionar algunos ejemplos similares. Y aunque Bracho no puede evitar ciertos excesos melodramáticos, la película consigue sumergirse en honduras sicológicas de una mente torturada por pulsiones de sexo y sangre: motor de un estilo y un subgénero como el noir, que lleva al límite sus conceptos de moralidad, al igual que el elemento del flashback: el regreso al pasado como una obsesión que debilita el alma.

El médico Alejandro Mangino (De Córdova) decide ya no operar más, debido a una sicosis que le llevó a fracasar en una intervención médica, causando la muerte de su amigo Ricardo Molina (Manuel Arvide). Tiempo atrás, al acudir a una cita con este a la Academia de San Carlos, reconoce en una modelo desnuda a su examante Lucía (Gloria Marín). Emprende un largo viaje casi contra su voluntad y, a su regreso, Lucía, la modelo, y su amigo Ricardo han contraído matrimonio y, por ello, evita estar junto a la pareja, al tiempo que conoce a la hermana menor de ella, Cristina (Lilia Michel), y escribe sobre su propia obsesión criminal respecto a su amigo y hoy marido de su antigua amante. 

Pese a todo, Lucía y Alejandro se reencuentran sexualmente y Cristina, que sospecha la situación, se convierte en enfermera de Alejandro, a quien ama en secreto. Ricardo, por su parte, que intuye la relación entre su amigo y su mujer, miente al decir que irá de cacería para sorprenderlos, sin embargo, debido a una tormenta, un árbol le cae encima y Alejandro debe operar de inmediato aunque sabe que sus pulsiones eróticas hacia Lucía reprimirán sus habilidades, cosa que confiesa a su maestro de siquiatría (Julio Villarreal) y Ricardo muere. La trama regresa al presente y Cristina que ha estado observando a Alejandro frente a la tumba de su amigo, le confiesa que lo ama. No obstante, torturado por la culpa, se arroja a una cascada sin que las hermanas puedan impedirlo.

Crepúsculo (1945, dir. Julio Bracho)

En Crepúsculo, la fotografía de Alex Phillips parece enarbolar varias de esas reglas no escritas del suspenso sicológico que se convertirían sin embargo en uno de sus sellos más característicos. Es decir: la utilización de la luz y las sombras, en esencia el claroscuro, como alegoría de los pensamientos de sus protagonistas y los estallidos de sus demonios interiores, secretos y ofuscaciones más siniestras. Asimismo, la iluminación ensombrecida del entorno y los haces de luces, provocan destellos y sombras que presagian riesgos, accidentes y desgracias. Aquí, la utilización de la escenografía y diseño de arte a cargo de Jorge Fernández (el taller de escultura, el departamento del protagonista, la sala de operaciones) y/o de los escenarios naturales (el cementerio, el bosque, la cascada y el puente), muestran esa opresión que disparan las patologías de los personajes.

Más interesante aun, es el hecho de que Crepúsculo, cinta que cumple ocho décadas de filmada, resulta un curioso antecedente de La diosa arrodillada, de Roberto Gavaldón; es decir, se narra en ambas la obsesión por un pasado sexual pleno y apasionado. A su vez, la belleza y sensualidad de María Félix encuentra un equilibrio similar en el portentoso erotismo de Gloria Marín. De igual manera, aparecen en las dos películas la estatua de una mujer desnuda, así como el tema de la infidelidad, la culpa y la forma en que el pasado pervierte y enrarece el presente.