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Cabaret y pecado: aventureras…

En los albores de los años treinta reinaba una atmósfera moralizante; de ahí, el éxito de un filme como Santa (1931), de Antonio Moreno, primera cinta sonora nacional centrada en los universos del pecado y sus consecuencias. Una década después, el cine cabaretil, de rumberas y pecadoras, trastocó la sexualidad, el erotismo y los ambientes prostibularios en mercancía cultural y en espectáculo popular, aunque la práctica de la prostitución abierta, clandestina o disimulada, seguía manifestándose como un severo problema social, sanitario, económico y moral en el México de aquellos años. 

Así, nuestra cinematografía estigmatizaría de por vida a las mujeres de la calle con Santa, protagonizada por Lupita Tovar e inspirada en la novela de Federico Gamboa, llevada antes a la pantalla en 1918 con Elena Sánchez Valenzuela, protagonista de la versión silente dirigida por Luis G. Peredo. Su premisa: la desventura de cargar a cuestas con “el oficio más antiguo del mundo”, el de la jovencita inocente seducida y abandonada orillada al vicio por un mal consejero, un engaño, una decepción amorosa o familiar en un ingenuo relato moral.

Santa (1931, dir. Antonio Moreno)

Tópico por excelencia de nuestro cine, el comercio carnal y sensual a ritmo de danzón, rumba o bolero y sus imágenes inagotables de pecadoras, aventureras y otras víctimas del pecado, que transitaban de los callejones al prostíbulo, pasando por el cabaret de mala muerte y el night club de lujo, o del cuartucho de azotea al confortable penthouse. La tragedia de un cruel destino y del honor perdido, la culpa del pecado que las llevaba a vender caro su amor aventurero.

El cine cabaretil y de pecadoras respondió por lo general a un esquema en esencia común: una jovencita provinciana o de origen humilde rodaba por culpa de las circunstancias al cabaret o a la casa de citas, para ser, por lo general, acosada y maltratada por un cinturita explotador o un gángster, mientras se revelaban insospechados parentescos y la heroína se degradaba aún más, triunfaba como bailarina o ambas cosas. Todo ello, ilustrado con una melodía de Agustín Lara, un didáctico bolero, o ritmos tropicales con una protagonista que sabía mover las caderas en la pista de baile.

Ya sea por rechazo social, sometimiento, vanidad, deseo de dominio, frigidez, ninfomanía, problemas económicos, o por un simple mal paso, las pecadoras, oscuros objetos del deseo de nuestro cine, llámense ficheras, rumberas, perdidas o aventureras, se convirtieron en las diosas del deseo que encarnaron el mal necesario, el paño de lágrimas, o el narcisismo despiadado de una cinematografía que alcanzó altas dosis de delirio y genialidad con el tema del cabaret y la perdición. 

La pecadora es el emblema del cine mexicano y con Santa establecía el primer arquetipo de esa mujer de la calle, que se mantiene virgen en espíritu y cuya pureza brilla en el fango de la sordidez cotidiana. Así lo demuestran Lupita Tovar y Esther Fernández, protagonistas de las dos primeras versiones sonoras. Marga López, en Salón México (1948, dir. Emilio Fernández); Elda Peralta, en Trotacalles (1951, dir. Matilde Landeta), o Ninón Sevilla, en Perdida (1949, dir. Fernando A. Rivero) y en Aventurera (1949, dir. Alberto Gout) representan a la prostituta desventurada por vocación, la mujer devota, abnegada, sentimental y heroica que paga el pecado de su ingenuidad.

Nada arrojaría tanta luz a la oscuridad del México nocturno, como el régimen alemanista: mito histórico de la clandestinidad social donde la épica prostibularia y el cabaret tanto en la vida real como en el cine, alcanzarían su época de esplendor, como lo aclara un diálogo de Aventurera en labios de Andrea Palma: “Aquí no hay jóvenes ni viejos, sino clientes que pagan. Ahora, a sonreír, que para eso te pago…”.

Aventurera (1949, dir. Alberto Gout)

A su vez, el cine de pecadoras y rumberas no pudo desligarse de la música, una suerte de comentario social de la época, tesis y premisa de toda cinta del género: “Vende caro tu amor, aventurera y que paguen con brillantes tu pecado”, una suerte de máxima ética, surgida de la inspiración de Agustín Lara, que anima a Ninón para lograr un dramático cambio de actitud, muy opuesto al de su papel de sufrida pecadora en “Perdida, la mujer vencida por no tener cariño que le diera ilusión, aquella que al fango rodó después que destrozaron su virtud y su honor”, como reza la canción del trío Los Panchos.

Sin más preocupaciones inmediatas que el bailar y mover con cadencia el cuerpo, Ninón Sevilla; Rosa Carmina, de la mano del cineasta Juan Orol, y María Antonieta Pons, otra de sus musas, encarnaron a las rumberas, que llevaban el ritmo de la rumba o el mambo en la sangre, cuya figura y miradas, provocaban las más bajas pasiones, mientras caían cuesta abajo hacia el fango que la sociedad les tenía preparado. Desde sus inicios, el cine mexicano abrió la vertedero del pecado para no cerrarlo jamás, sus imágenes de barrio bajo y cabarets y sus aventureras, devoradoras y otras víctimas del pecado, se trastocaron de inmediato en objetos de adoración popular, hipnotizando a añejos y nuevos cinéfilos y a aquellos seguidores de un género inquietante, sensual y pulsante.