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Busi Cortés y Lourdes Portillo: dos realizadoras, dos pérdidas

Lourdes y su Señorita extraviada

Fallecida el pasado 20 de abril en San Francisco, California, la noticia del deceso de la cineasta Lourdes Portillo (1943-2024), oriunda de Chihuahua, se dio a conocer este mes de junio. Cuando era niña, su familia emigró a Los Ángeles, California, donde la futura realizadora enfocó su trabajo esencialmente en los migrantes latinos, la experiencia de estos en Estados Unidos, la trascendencia y el activismo de la comunidad chicana, los conflictos y la pesadilla de la frontera, la represión, el racismo, la justicia social y más, en una serie de documentales que ella misma produjo, escribió y dirigió.

Su primer corto fue Después del terremoto, sobre un refugiado nicaragüense en San Francisco, seguido de obras como: Las Madres de la Plaza de Mayo codirigida con la argentina Susana Blaustein, La ofrenda: Los días de muertos, El diablo nunca duerme, Corpus: una película casera para Selena o Estado de gracia, entre otras. Pero nada como el crudo retrato que elaboró sobre los homicidios de jovencitas en Ciudad Juárez que empezaron a divulgarse a partir de 1993 y que convirtieron al estado de Chihuahua en una suerte de recodo del infierno.

Lourdes Portillo

Señorita extraviada (Missing Young Woman, 2001) es el valiente documental de Portillo que hoy exhibe Cineteca Xoco dentro del homenaje dedicado a la cineasta, organizado por la Asociación de Mujeres en el Cine y la Televisión, Cineteca Nacional y la Facultad de Cine. Sin proponérselo, su película coincidía con otros relatos anómalos planteados en ese momento por personalidades como David Lynch o el guionista Barry Gifford, quienes incidían entonces en esa demencia de la línea fronteriza entre México y Estados Unidos a través de intensos road movies donde el desierto se erigía como testigo del horror. 

Señorita extraviada, documental de 75 minutos ganador del Premio Especial del Jurado en el Festival Sundance, sigue con fidelidad el pánico que se vivía en Ciudad Juárez, la desesperación de los familiares de las víctimas, su impotencia y, sobre todo, la falta de credibilidad en un gobierno que inventó sospechosos y culpables, incapaz de frenar esa ola de feminicidios; cómplice por obra y/u omisión, en esa pegajosa porquería en la que se mezclaban expedientes perdidos, ocultamiento de información, burocracia, corrupción, desdén hacia el dolor humano y cuerpos descompuestos, con el que Lourdes Portillo evidenció a las autoridades otorgando voz a las otras víctimas: las familias de las muertas.

Las lecciones de Busi

Fue justo a fines de la década de los ochenta y al inicio de los noventa que el cine hecho por mujeres adquiría enorme relevancia. En ese contexto, Luz Eugenia Cortés Rocha (1950-2024), a quien conocíamos como Busi Cortés, fallecida la semana pasada, debutaba en el largometraje con El secreto de Romelia, en 1988, inspirada en la novela corta de Rosario Castellanos El viudo Román, con la que Busi obtenía el Ariel a Mejor Ópera Prima, más los Arieles de coactuación femenina y música y la Diosa de Plata. Filme que significó además, la apertura del proyecto de óperas primas del Centro de Capacitación Cinematográfica (CCC) escuela de la que egresaba Busi luego de concluir la carrera de Comunicación en la Universidad Iberoamericana.

El secreto de Romelia narraba la historia de Dolores, mujer divorciada e independiente que viaja a Tlaxcala acompañada por su madre, Doña Romelia, y sus hijas, para recibir la herencia que su padre acaba de dejarle. Dolores intenta desentrañar los misterios sobre su origen, al tiempo que Doña Romelia, rememora la trágica y extraña historia de amor de su juventud. Su película, seguía la tónica de sus primigenios cortos, intimistas y nostálgicos, sobre la infancia y los sentimientos femeninos: Las Buenromero, Un frágil retorno, Hotel Villa Goerne, El lugar del corazón.

Busi Cortés

Además de su trabajo en la docencia, Busi aportó, sobre todo, una lección de voluntad y empeño en abrir espacios para las mujeres cineastas en una década en la que convertirse en directora de largometrajes era casi un suicidio (no debutarían más de 10 mujeres en la industria). Esa misma tozudez la llevó a realizar Serpientes y escaleras (1991) y Las Buenrostro: Hijas de su madre (2005), algunas series para la televisión educativa (Cultura en movimiento, El aula sin muros, Santitos y santones y más) y a luchar por conseguir espacios a la inclusión y equidad de género desde trincheras como la Asociación de Mujeres en el Cine y la Televisión.

Al inicio de 1987, el azar me llevó a conocer a Busi Cortés. Poco más de un año antes, había concluido la carrera de Comunicación en la UAM y cumplido los 26 años: los requisitos que se pedían para ingresar al CCC. En aquella época, la institución pedía a los nuevos aspirantes no sólo esa edad y una licenciatura, sino madurez y compromiso; hoy en día, basta con aprobar el bachillerato para ser aceptado en cualquier escuela de cine. A mí me interesaba la escritura y el fenómeno fílmico en su conjunto, no es que pretendiera convertirme en director; quería entender aquello que fascinaba a mi padre y que a mí me provocaba enorme inquietud desde niño.

En ese tiempo, laboraba en el Departamento de Programación de Cineteca Nacional, donde escribía pequeñas notas para su folleto. Faltaban pocos años para afrontar el guionismo, la crítica y la investigación de cine. Busi fue quien me entrevistó y fue categórica: tenía que abandonar mi empleo si quería ingresar: aquello era tiempo completo o nada. Para mí era imposible: tenía meses de casado y me mantenía de mi trabajo. Pese a que le respondí que me era imposible dejar el trabajo y que desconocía que para estudiar cine en México era necesario un respaldo económico, Busi siguió charlando varias horas conmigo. Sentí su empatía y me planteó el enorme compromiso del creador fílmico. Insistió en que su trabajo ahí (además de que estaba por egresar y preparaba su ópera prima), era incidir en la formación de las nuevas generaciones de cineastas. Su compromiso era verdadero.