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TÓTEM… este mundo en que vivimos

A grandes rasgos, el cine mexicano contemporáneo se mueve, en esencia, entre dos ámbitos extremadamente opuestos que, sin embargo, suelen apuntar hacia la misma búsqueda: la manera de lidiar con la muerte y los recuerdos. Los tópicos del narco, el crimen y la violencia como un acto cotidiano permean en la sociedad y en los medios de tal manera que se han trastocado en una suerte de “lugar común” o subgéneros en sí mismos, ya sea entre el horror intimidatorio, la expectación o el morbo. Y en contraparte, la comedia romántica escapista que evade toda representación de la violencia en un país inexistente; una suerte de set o foro fílmico-televisivo donde reina la cursilería, la carcajada y las tramas románticas rosas. El resultado de esa ecuación es una pregunta: ¿de qué manera se enfrenta la desolación, la tristeza, la impotencia y sobre todo, la muerte?

Tótem (2023, dir. Lila Avilés)
Tótem (2023, dir. Lila Avilés)

En ese sentido, Tótem (México-Dinamarca-Francia, 2023), de Lila Avilés, una película en apariencia sencilla que oculta varios revestimientos de complejidad temática y emocional, llega a la misma conclusión desde una propuesta antítesis de aquellas representaciones de la realidad nacional que construyen el actual cine mexicano. En su ópera prima, La camarista (2018), galardonada en el 16° FICM como Mejor Largometraje Mexicano, al igual que Tótem en la 21a edición del festival, la realizadora debutante se desmarcaba del cine de “fórmula” con un relato que seguía el día a día de una recamarera en un hotel de lujo de la ciudad de México proclive a los consabidos excesos de ocio y despilfarro.

Al igual que en aquella ópera prima, su segunda película es otro retrato observacional en los límites del documental —cámara al hombro incluida— en un escenario sofocante distinto y una estructura en espiral. Sin embargo, va más allá al plantear una suerte de mapa fílmico repleto de signos y pistas sobre las relaciones humanas y filiales, entre la crónica y la poesía, muy lejos del melodrama y muy cerca de lo genuinamente emotivo y reflexivo, sobre un par de tópicos de gran arraigo en nuestro cine: la familia y las infancias.

A diferencia de otras tantas tramas lacrimógenas, Tótem bebe de ese naturalismo colmado de signos como en algunas de las mejores crónicas familiares de Alejandro Galindo: Una familia de tantas (1948) y, en particular, la visión del hogar como microcosmos de lo que sucede “allá afuera” visto en Los Fernández de Peralvillo / Este mundo en que vivimos (1953), donde un clan familiar se desmorona poco a poco ante el “ascenso social” de uno de los hijos. Algo en lo que coincide el filme de Avilés: la dinámica de una familia se desquebraja de a poco con la enfermedad terminal de otro hijo, Tona (Mateo García).

Tótem (2023, dir. Lila Avilés)
Tótem (2023, dir. Lila Avilés)

Asimismo, Tótem recupera en parte esa relación íntima y naturalista de una madre y sus hijos en un par de relatos femeninos notables, sensibles y atípicos de ese “nuevo cine mexicano” del Salinismo: Los pasos de Ana (1988), de Maryse Sistach, y Lola (1989), de María Novaro. En los tres casos, se trata de un cine de actos mínimos sobre la desilusión generacional y la entrañable relación madre-hija con gran carga de realismo cotidiano. Así lo muestra el arranque de Tótem en un baño público, donde Lucía una joven madre (Iazua Larios) bromea con su hija de siete años, Sol (la excepcional debutante Naima Sentíes). Más tarde, mientras cruzan un puente en auto aguantan la respiración y piden un deseo; el de Sol, que su padre Tona no muera, y un fundido a negro nos introduce en el interior de un hervidero de emociones: la fiesta de cumpleaños de Tona que preparan entre el desencanto y el entusiasmo las hermanas de aquel (Marisol Gasé y Monserrat Marañón) y el anciano padre (Alberto Amador), mientras la cámara captura objetos, insectos, animales, pláticas, discusiones y más, observados en su mayoría por Sol que se prepara para madurar esa misma noche sin que ella lo sepa.

Se trata de una radiografía de lo cotidiano, los sentimientos y el vacío en su descripción más real. A su vez, sobre la enorme responsabilidad que recae en las mujeres, el cuidado de adultos y niños; labor invisible y jamás reconocida, donde las infancias deambulan sin encontrar su lugar en el mundo, observando, interiorizando, asimilando traumas, deseos, expectativas, como ocurre en esa casa que está apunto de cimbrarse como el mundo de Sol. Una familia que acude a toda clase de remedios para encontrar una “cura” a la enfermedad y a los dolores del alma o alargar lo inevitable: desde las “buenas vibras” a una “vaquita” para los gastos, la preparación de un pastel, interrogar al celular desde Google, o la labor sanadora de una mujer que intenta ahuyentar los malos espíritus del hogar, llamada Lúdica “sinónimo de alegría” (Marisela Villarruel) que además vende tuppers. 

Tona está a punto de formar parte de ese tótem familiar que incluye a la abuela fallecida de cáncer y en breve, quizá, el propio abuelo, rígido y cansado, cuya voz es sólo un sonido electrónico de su aparato, y que ha trabajado largo tiempo en una planta para su hijo Tona; personaje que siempre es visto entre sombras y oscuridades y cuya única luz la representa precisamente ese Sol que es su hija, al tiempo que recibe la ayuda física y anímica de Cruz (espléndida Teresa Sánchez), la asistente, cuya presencia es imprescindible. Lo más notable, además de la puesta a cámara, es que Tótem dosifica con inteligencia el humor y lo emotivo, a la vez que entiende la tristeza como una extensión natural de las emociones como resistencia moral de su protagonista. En ese sentido, el instante en que la cámara capta a Sol iluminada por las velas del pastel resulta una suerte de remembranza de Carlitos, el pequeño protagonista de Las batallas en el desierto, de José Emilio Pacheco, cuando este observa la Avenida Álvaro Obregón en la colonia Roma de los años cincuenta e intuye que después de esa noche ya nada será igual, como lo vislumbra también Sol al apagarse las velas y fundirse a negro.