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Sundance Film Festival CDMX 2025: ABEL, LA LEY DE HERODES y más

Butch Cassidy and the Sundance Kid (dir. George Roy Hill, 1969) marca un antes y un después en la carrera cinematográfica del entonces actor novato Robert Redford; fue tal el agradecimiento para su personaje de Sundance, que años después con ese nombre bautizaría un festival de cine independiente con sede en Park City, Utah, que el mismo Redford encabeza. El evento se inauguró en 1978 con el nombre de U. S. Film Festival de Utah, utilizando la imagen de Redford, y en 1981, el actor fundó el Instituto Sundance, meses después de triunfar en los Oscares con Gente como uno, en su debut como realizador en 1980. Hacia 1985, ese Instituto creaba el Festival de Cine de Sundance que empezó a operar con ese nombre en 1991.

U. S. Film Festival de Utah

Sundance marcó una línea divisoria entre las grandes producciones de Estudio y el cine independiente y de bajo presupuesto, en un evento de gran impacto mundial del que saldrían obras como: Simplemente sangre, de los hermanos Coen; Más extraño que el paraíso, de Jim Jarmusch; Búfalo 66, de Vincent Gallo; El proyecto de la bruja de Blair, de Daniel Myrick y Eduardo Sánchez; Perros de reserva, de Quentin Tarantino; Sexo, mentiras y video, de Steven Soderbergh; Fresa y chocolate, de Tomás Gutiérrez Alea y Juan Carlos Tabío; Estación central do Brasil, de Walter Salles; o En el hoyo, de Juan Carlos Rulfo, entre muchas otras.

Por ello, resulta en suma atractiva la segunda edición del Sundance Film Festival CDMX 2025, en alianza con Cinépolis, a celebrarse en sus complejos: Diana, Mitikah, Oasis Coyoacán y Carso, a partir de hoy 29 de mayo y hasta el 1 de junio

Además de algunos paneles de discusión con cineastas y la proyección de destacados documentales como el ucraniano 2000 meters to Andriivka, acerca de los estragos de la guerra entre Rusia y Ucrania; el británico One to One: John & Yoko, sobre la historia de amor que la pareja vivía al inicio de los años setenta y el impacto de la televisión en ese entonces; o el estadunidense Selena y los Dinos, en el que su realizadora tuvo acceso a materiales inéditos de la familia Quintanilla para conformar otro retrato sobre la reina del Tex Mex fallecida trágicamente, y varios filmes de ficción, el evento recupera dos filmes icónicos mexicanos: La ley de Herodes (1999), de Luis Estrada, y Abel (2010), de Diego Luna.

En una inesperada vuelta de tuerca, el fin de siglo trajo consigo no sólo una recuperación para el cine mexicano como lo mostró La ley de Herodes, que consiguió quebrar las barreras de la auto censura con una sátira despiadada, ágil, brillante, divertida y bien actuada, empeñada en mostrar la locura del poder y la corrupción del PRI, la oposición y las instituciones cómplices que le hicieron juego. Ello, a partir de un incisivo guion de Jaime Sampietro, Fernando León, el propio realizador y Vicente Leñero cuya experiencia, ironía y conocimiento de la realidad política fue decisiva en el tratamiento final.

La Ley de Herodes (1999, dir. Luis Estrada)

La historia de Juan Vargas (Damián Alcázar), timorato militante priísta elegido para ocupar de manera interina la presidencia municipal de un pueblucho hacia 1949, le servía de pretexto a Estrada para internarse en los pueblos perdidos que mostró Emilio Fernández en Río escondido o Roberto Gavaldón en Rosauro Castro, en una época que marcaba el inicio de la corrupción de los servidores públicos y la intromisión de las empresas extranjeras. Etapa de “paz, modernidad y justicia social” que se resuelve bajo el amparo de la Constitución y la violencia (“O te chingas o te jodes”) y es que, La ley de Herodes era una película que hacía falta en una cinematografía que despuntaba a fin de milenio.

En cambio, en su debut en el largo de ficción, Diego Luna se concentró en un modesto, eficaz e irónico retrato de familia del que se desprenden muchos tópicos complejos que exigían mayor profundidad (autismo, abandono paterno, traumas infantiles). No obstante, apoyado en un buen trabajo actoral, un eficaz guion del propio realizador y Augusto Mendoza —responsable de la poco apreciada Espinas (2005)—, Luna imprime un medio tono que oscila entre el humor mordaz y el drama cotidiano alejado de las fórmulas burdas del melodrama.

Se trata de una ácida fábula sobre la familia en México, con padres dedicados sólo a proveer y madres que se vuelven pilares del hogar, pero que poco o nada entienden los mundos interiores de los hijos. Abel, un niño de diez años con una hermana adolescente y un hermano menor, abandona el hospital psiquiátrico en donde ha estado recluido y regresa a su casa para terminar asumiendo el papel del progenitor ausente en un filme que remata con un clímax realista y anticomplaciente.