20 · 02 · 23 PERDITA DURANGO de Alex de la Iglesia: Barry Gifford y su tierra de nadie Compartir en twitter Compartir en facebook Compartir con correo Copiar al portapapeles Rafael Aviña A medio camino entre la crónica de viaje ferozmente realista e insana, el retrato ácido de esos territorios de nadie, de una riqueza extrema a pesar de su aislamiento cultural y social como lo son las zonas fronterizas y la patología de personajes desesperados extraídos del cine negro y el hard boiled literario y cinematográfico más atípico. Es decir, una extraña mezcla de James M. Cain y James Ellroy, Robert Siodmak, Orson Welles y John Huston, las historias de Barry Gifford (Salvaje de corazón, Bordertown, Gente nocturna y El asunto de Sinaloa), han documentado con potencia extrema y delirante la demencia de la línea fronteriza entre México y los Estados Unidos en intensos roadmovies, según los cuales, el desierto se erige como testigo de relatos anómalos. Una suerte de zona crepuscular donde todo puede suceder: asesinatos en serie, delincuencia, pasiones sexuales al límite, santería, tráfico de órganos y estupefacientes y narcosatanismo, a partir de hechos crudos y cotidianos entresacados de la nota roja, que Gifford ha convertido en salvaje esencia fílmica y literaria. Barry Gifford, oriundo de Chicago, cuya infancia transcurrió en moteles y carreteras perdidas de Florida y California, ha demostrado ser no sólo un escritor de tramas muy visuales y diálogos veristas para retratar destinos inciertos que se entrecruzan de forma fatal y heredero de la generación beatnik, sino un atento observador de situaciones, ambientes y personalidades en apariencia inocuas, que aportan múltiples situaciones a ese mosaico de una América y un México profundo y desconocido. No resulta casual su notable mancuerna creativa con el cineasta David Lynch en películas como Salvaje de corazón, Hotel Room (realizada para la televisión por cable) y Losthighway/Por el lado oscuro del camino. Así como su colaboración con el cineasta español Alex de la Iglesia, quien llevó a la pantalla grande Perdita Durango, inspirada en una novela y un guión de Gifford, que originalmente debía dirigir el ya fallecido realizador catalán José Juan Bigas Luna, cuya adaptación fue rechazada debido a que el asunto del narcosatanismo lo cambió por el de la guerrilla en Chiapas y el protagonista Romeo Dolorosa, pasaba de carismático narcosatánico a una suerte de héroe con ideales sociales. Ya en Salvaje de corazón (dir. David Lynch, 1990), aparecía un intrigante personaje femenino relacionado sexualmente con el siniestro Bobby Perú que encarnaba el extraordinario Willem Dafoe. Se trataba de la joven mestiza Perdita Durango, creada por Gifford e interpretada por Isabella Rossellini, con un perturbador maquillaje que le afeaba a propósito el rostro. Por supuesto, el personaje tomó proporciones míticas en la novela homónima y llegaría al cine a través de coproducción entre México y Estados Unidos, ultrajada por la censura de la distribuidora Artecinema que le cortó dieciocho minutos de salvaje y sanguinolenta exposición de hechos violentos (un ritual mutilatorio con un cuerpo sin vida, o la brutal muerte del narco mexicano que interpreta Demián Bichir). La novela de Gifford sirve al responsable de El día de la bestia (1995) para crear una curiosa mezcla de neo western, thriller y road movie que homenajea a Gary Cooper y Burt Lancaster en Veracruz (dir. Robert Aldrich, 1954), en la historia de una joven sensual e insensible que carga con el suicidio de su hermano y cuyo mayor deseo es hacer el amor con un jaguar. Y a su vez, su relación con Romeo Dolorosa, un delincuente salvaje que practica la magia negra y ligado a un santero vudú -el genial intérprete de blues “Screaming” J. Hawkins-, sobre la perturbadora cultura de la frontera y sus vasos comunicantes en la que México es visto como un país de una violencia latente y profunda influido por los rituales de muerte y santería y donde “la vida no vale nada” como estrofa de José Alfredo Jiménez. El bilbaíno Alex de la Iglesia tomó la estafeta que dejó Pedro Almodóvar y más tarde Bigas Luna en la realización de Perdita Durango (1997), protagonizada por la portorriqueña Rosie Pérez y un formidable Javier Bardem en otro de sus papeles fuera de serie, en un filme con varios temas inquietantes pero desperdigados: el satanismo, el narcotráfico en la frontera norte, el tráfico de fetos y cuerpos humanos, el asesinato como un orgasmo explosivo y el reguero de cadáveres sobre la carretera al estilo de Asesinos por naturaleza (dir. Oliver Stone, 1994). Asimismo, el relato de amor al límite de parejas furiosamente románticas y criminales en la línea de Bonnie y Clyde, sin faltar las referencias fílmicas a cintas como Salvaje de corazón y el cine de Russ Meyer; de hecho, Rosie Pérez es una suerte de Tura Satana en versión mulata. Con fondo musical de Herb Alpert, Perdita y Romeo secuestran a un par de adolescentes a quienes extraen de su mundo rosa para introducirlos en un universo de sexualidad y maldad descarnada con la idea de descuartizarlos en una ceremonia demoniaca, al tiempo que cumplen con el encargo de un mafioso para transportar un cargamento de fetos desde la frontera a Las Vegas. En efecto, la idea es contrastar dos culturas: la latina ligada a la religión, la pasión y el destino y la estadunidense que apuesta por una vida feliz, enajenada y confortable protegida por una armadura de plástico y por la televisión. Más allá de toda ficción, Perdita Durango en la que aparecen todas las obsesiones de Gifford, es una suerte de paráfrasis de aquel episodio nacional que rebasó la nota roja para convertirse en pasto de columnas periodísticas: el de Adolfo de Jesús Constanzo El padrino de Matamoros y los narcosatánicos que alteraron la cotidianidad del México de fines de los ochenta. Por supuesto, De la Iglesia actualiza la puesta en escena con máscaras de Caros Salinas de Gortari y capuchas del Subcomandante Marcos.