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Mirada virgen sobre el #15FICM: Las capas de cebolla de México

Es evidente que quien asiste al FICM no es un mero espectador de cine: es un militante convencido. De armas tomar, capaz de andar por la vida con ojeras con tal de no perderse nada, porque además de conseguir los boletos —las funciones son a lleno total, por lo que vengo atestiguando— hay que hacer fila para entrar a las salas, aprovechar la presencia de los realizadores invitados antes y después de la función cuando se da la oportunidad, curiosear en los alrededores de la alfombra roja o pedir foto y autógrafo, para los más fanáticos; comer algo al paso para poder seguir, y ya que estamos, comentar las películas vistas en el día, si uno va con acompañantes (y si no, igual es fácil iniciar diálogos en una ciudad en la que medio mundo va con gafetes del festival por los perímetros de Cinépolis); estudiar y elegir bien en el gordo catálogo de 260 páginas a color, publicidad aparte; seguir las redes sociales y el sitio web del FICM para estar más al tanto. Esto es una tarea de tiempo completo, señores: una suerte de ciudadanía temporal a la que se abraza renunciando a las anteriores. A siete días de iniciado el festival, me pregunto cómo será la vida sin gafete al cuello, sin la lucha de las ocho de la mañana en la taquilla por los boletos deseados, sin las tardes de delicias gastronómicas en la hospitality suite —más la copa de vino tinto que obliga luego a un café expreso: “That's very Italian…”, comenta Roberta— mientras uno contempla, extasiado, las cúpulas y paisajes de Morelia; me pregunto cómo será la vida sin los desayunos espectaculares de cocina michoacana en el restaurante Lu cada mañana. Supongo que tarde o temprano me adaptaré, como todo emigrante que regresa a su tierra natal.

Fue la comida, precisamente, lo que me despertó en estos días del festival una hipótesis que nunca antes se me había figurado (truco de los cuatro años sin venir a México: la distancia colabora en generar una mirada algo más lúcida, de asombro y novedad frente a lo que, sin embargo, nos es del todo conocido). Lo que a la mayoría de los mexicanos les parece algo normal, como el arte con que presentan los platos, el manejo del color, los arreglos florales en cada mesa, la decoración de los ambientes, los detalles espolvoreados, la mantelería, el estímulo a todos los sentidos de la percepción, el trato cordial y amable, “suave”, podría decirse, de quienes atienden, me sorprende en su entramado y se me devela ahora como un combo de características netamente femeninas de esta cultura toda. Es casi un shock empezar a mirarlo así: lo primero que le salta a uno en el imaginario es el macho mexicano en todas sus variaciones, con pistola, cantina, tequila, vieja y palenque. “Quizás sea un aspecto que busca equilibrar lo otro…”, me digo. Pero no deja de descolocarme el descubrimiento, sobre todo cuando por comparación me doy cuenta de que yo misma vivo ahora en una cultura de características netamente masculinas —aunque nadie se lo plantea así— en la que importa sobre todo lo mental, el pensamiento como espada, el intelecto pesimista y la abstracción, lo racional como estandarte. Por algo el Río de la Plata está sobrepoblado de psicoanalistas e incluso suele ser un rubro de exportación.

Hoy en el hotel Casino, un empleado estuvo armando la ofrenda de Día de Muertos al lado de la fuente. Se las arregló él solo para alzar un pequeño y bello altar con flores de cempasúchil, calaveras de azúcar y velas; sus compañeras miraban y opinaban de vez en cuando, pero nada más. Por mis tierras, el hombre parece temer que si toma una flor con las manos su virilidad sea puesta en entredicho. Salvo que sea para galantear a una mujer porque “a ellas les gustan esas cosas”. En fin.

Qué viva México. Y el FICM.

*

De todos modos, hay un elemento considerado propio de la energía femenina y que no parece venir incluido en el kit de la cultura mexicana. O al menos no es un software preinstalado: hay que comprar el programa y seguir los pasos de instalación pacientemente en cada vínculo.

“Soy mexicano, la emoción nunca será mucha”, dijo Guillermo del Toro en la función de The Shape of Water para la prensa. Es cierto. Si algo es difícil de desentrañar es qué siente, qué piensa un mexicano en su núcleo más íntimo. Son capas y capas de cebolla formal, de cortesía social y desconfiado tanteo, hasta que las capas van cayendo y finalmente le franquean el acceso al otro (doy fe que para siempre). O como las pirámides que se construían una sobre otra, como si guardaran un secreto y pretendieran confundir al que mire desde afuera mostrándole sólo una faceta que, si bien real, es nada más que una.

Guillermo del Toro.

In the great Lu restaurant, I have noticed that one of the younger waiters always seems to be thinking something intangible that he does not put on the outside, but I have not yet been able to detect what's really going on: if he is laughing to himself for some an unknown motive, if he is going on in some sort of sneaky way as a double entendre for a foreigner, if he practices a form of subterranean superiority in the background or if he happens to like older women. Impossible to see through; it's something very subtle, almost impossible to catch and much, much less to face.

In Morelia, the signs that name the streets almost always appear in two or three nominations, different formats, colonial names living with the contemporaries. Another of the usual forms of the national riddle.

The emotion will never be too much for the outside, it is true. But I am not fooled.

Besides, I always liked puzzles anyway.