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Mex noir: el perturbador cine negro nacional

A mediados de los treinta, durante el gobierno de Lázaro Cárdenas, la Comisión de Seguridad del Distrito Federal sería conocida como Servicio Secreto Mexicano: organismo policiaco que resolvió varios casos con certera eficacia, como el del "Criminal de Tacuba", Goyo Cárdenas, en 1942. Una década después surgiría una suerte de policía secreta alternativa presidencial: la Dirección Federal de Seguridad formalizada a instancias de Miguel Alemán Valdés, en 1946, que coincidía con el advenimiento de varias de las obras más representativas del cine negro mexicano en su etapa dorada.

Este era un cuerpo especializado y violento dedicado a vigilar a los enemigos del gobierno, que reportaba directamente al Presidente Alemán y cuyas oficinas se localizaban en Plaza de la República no. 6, justo frente al Monumento de la Revolución; mudo testigo, no sólo de su labor eficaz y brutal, sino de otros relatos del imaginario fílmico que sucedían a unos pasos de su imponente edificación, como serían las imágenes de: Víctimas del pecado (1950), de Emilio Fernández, o La noche avanza (1951), de Roberto Gavaldón, ambas arropadas por distintas influencias policiales noir.

La diosa arrodillada (1947, dir. Roberto Gavaldón)
La diosa arrodillada (1947, dir. Roberto Gavaldón)

Y es que, el cine negro estadunidense, aquel que surgió alrededor de los años treinta y que cobró un impulso capital al término de la segunda guerra mundial, impuso modelos y fórmulas plásticas y argumentales en otras cinematografías, al tiempo que encontró vasos comunicantes con algunos países. Por supuesto, cada nación tiene sus propios conflictos internos, sus bajos fondos, sus universos criminales particulares y sus propias leyes para perseguir el delito o corromperse.

En ese sentido, el cine negro mexicano fue sin duda, una de las expresiones fílmicas más intensas, provocativas y ambiciosas de su época. Olvidada y rechazada durante décadas, aportó notables realizadores y artesanos fílmicos, actores, actrices, temáticas, escenógrafos, músicos y por supuesto fotógrafos e iluminadores que rescribieron con luces y sombras uno de los periodos más vigorosos y modernos que el país enfrentó en todas sus modalidades. El crecimiento de la urbe y su transformación social y arquitectónica coincidía con la llegada de nuevos artistas, ritmos musicales e insólitas tendencias literarias, teatrales y cinematográficas. En esa misma medida, creció el hampa, la delincuencia, la podredumbre.

No sólo ello; como hoy, se vivía un periodo de excesos y riquezas en pocas manos y de enorme pobreza y abandono. Una época de doble moral y de frustración social y sexual. Todo ello generó nuevas tramas cinematográficas. El cine negro mexicano, el más complejo y audaz, proporcionó elementos sicológicos, sociales y en ocasiones poéticos a géneros de simple explotación como el drama policiaco, o el melodrama de temática homicida o detectivesca.

Más importante aun, tuvo la sutileza y la inteligencia para sortear las restricciones morales y políticas de la censura oficial y religiosa, jugando con el tópico moralizador más extendido: no hay crimen perfecto o el crimen no paga. Es decir: el tono aleccionador funcionaba en el noir nacional como parte esencial de la trama; sin embargo, para llegar a ese desenlace, las mejores muestras de cine negro mexicano ofrecían un recorrido por el deseo, la sensualidad y la obsesión como un impulso vital: La diosa arrodillada, de Gavaldón, es ejemplo de ello.

La iluminación expresionista: la búsqueda de ángulos caprichosos, las luces agresivas o tenues que marcaban los rostros o iluminaban de manera siniestra los escenarios y las calles, no sólo destacaban la intención de retratar un universo violento, oscuro, clandestino, agresivo; a su vez eran el reflejo fiel de personalidades descompuestas, de mentes retorcidas o torturadas, de patologías enfermizas, de traumas sexuales y familiares no resueltos, de ambición desmedida y pasiones que trastornaban a seres comunes en bestias o juguetes del destino. De hombres y mujeres obsesionados por un pasado idílico o tormentoso (A la sombra del puente y En la palma de tu mano).

El público tenía pavor al hampa y al crimen reflejado día a día en la nota roja cotidiana. Tenía miedo de los asaltos y la delincuencia. Sabía que existía, era real e imposible de ocultarlo, al igual que la prostitución o los crímenes pasionales. Los espectadores del México de los años treinta a los sesenta querían ver esas historias de pasiones extremas, de adulterio y crimen, de sangre y venganza. No obstante, la moral y la censura de la época prefirió mostrar un cine hogareño, de comedias y dramas familiares, moralistas y religiosos.

En ese sentido, la aparición de un cine que exhibía a la ciudad, a la delincuencia y a un México nocturno fue en efecto un reflejo de ese tiempo, particularmente del Alemanismo. El nacimiento de un cine atípico y casi clandestino como lo fue el cine negro, cuyas historias, algunas de enorme complejidad como: Distinto amanecer, Crepúsculo, Cuatro contra el mundo, Los Fernández de Peralvillo, La otra, La diosa arrodillada, En la palma de tu mano, o La noche avanza, entre otras, que destacaron sobre algunas muy valiosas que funcionaron como variantes, reflejos o copias, fueron películas que desafiaron por completo la censura y la chata moral de los tiempos que corrían.

Por desgracia, a partir de la década de los cincuenta, el noir se fue eclipsando; pese a ello, pudieron verse rarezas como: Él y Ensayo de un crimen, de Luis Buñuel, y varias obras de Juan Bustillo Oro (Casa de vecindad, El hombre sin rostro, La huella de unos labios) o Miguel Morayta (Hipócrita, Vagabunda, Camino del infierno). El cine negro más profundo, enigmático, poético, clásico y tradicional fue desapareciendo para dar paso a uno más desesperanzado e irónico a partir de los años setenta en adelante.