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Las luces de la cancha: el futbol y el cine

Alonso Díaz de la Vega

Los clichés publicitarios sostienen el futbol como un sinónimo de unión, de rifles mudos y manos tomadas. El mundo es mejor durante los torneos internacionales, nos dicen, y aunque las trifulcas y las peleas de cantina a veces los rebaten, estos clichés —como todos los demás— algo tienen de cierto. Como identidad individual, cultural y humana, el futbol es un símbolo de comunión a pesar de la diferencia. También puede ser reflejo de un sacrificio individual o de la sublimación del conflicto. Después de todo, las competencias deportivas son, en palabras de Peter Gabriel, guerras sin lágrimas. El cine, por supuesto, no ha ignorado estas facetas y de hecho las ha expresado todas en películas centradas en el juego mismo, o en escenas que utilizan el futbol para remarcar una idea.

La mayoría de las películas de deporte suelen enfatizar el triunfo contra la adversidad. John Huston lo hizo, por ejemplo, en su filme Escape a la victoria (1981), donde un partido de futbol entre prisioneros de guerra y sus captores alemanes termina en una atrevida fuga. Sus escenas de juego, protagonizadas por Pelé, Ossie Ardiles y Paul Van Himst, expresan la seriedad y la belleza de su oficio como lenguaje de la libertad. Jugar es desafiar; ganar, a pesar de la injusticia de un gol anulado, es liberarse.

Una película del estudio Aardman Animations captura también las ansias de libertad cuando un pueblo de cavernícolas es sometido por una civilización más avanzada y se juega su futuro en un partido de futbol. En El cavernícola (2018, dir. Nick Park) el juego liga a los protagonistas de manera más intensa que la sola vida en comunidad y además les permite la inclusión de género al tener mujeres en su equipo. De hecho es una de ellas quien los entrena y los acerca a la victoria. Esto revela un aspecto político y hasta revolucionario en el juego, explorado también en otras cintas de crítica social.

Una de las más populares, claro, es la brasileña Ciudad de Dios (2002, dir. Fernando Meirelles, Kátia Lund). En una de sus primeras escenas un grupo de asaltantes es interrumpido en un robo por la policía. Los criminales corren entre las casas, seguidos por una cámara que parece flotar, y se esconden en un partido de futbol entre niños de la comunidad. No sólo se trata de una imagen típica en los espacios de subdesarrollo económico: la cancha es —quizá por lo mismo— un refugio que alivia la pobreza. 

En el fondo de películas bélicas solemos ver a los niños jugando el deporte más accesible que encuentran mientras los soldados extranjeros los miran —si los miran— como refugiándose de lo que ven en batalla. En Zona de miedo (2008, dir. Kathryn Bigelow) hay un giro a este lugar común. El sargento James inicia una amistad con su vendedor de piratería favorito, un niño iraquí que dice llamarse Beckham, “como el jugador”. Por un momento el soldado y el niño juegan a los penales y entre ellos se tiende una amistad que, rodeada de esquirlas y agresivos cateos, parecería imposible.

Hay quienes no ven estos lazos en el juego sino un placer impío, como los fanáticos en Timbuktú (2014, dir. Abderrahmane Sissako). Al llegar los yihadistas a una comunidad en Mali, los nuevos líderes prohíben el deporte. En una conmovedora escena los jóvenes juegan con un balón imaginario, añorando los días cuando su religión era un sinónimo de espiritualidad y no de prohibición. A diferencia de ellos, un grupo de niños en Alemania año cero (1948, dir. Roberto Rossellini) excluye de un juego al protagonista, Edmund. El último de los nazis, Edmund se pasea por la Berlín devastada en busca de compasión y algo qué comer. Es una ruina humana de las fantasías hitlerianas que admira a su hermano, un antiguo combatiente alemán, y es manipulado por un profesor vampírico que mantiene el espíritu nazi en su consciencia. Los niños lo rechazan en un símbolo de renacimiento: la Alemania nueva ya no quiere jugar con la vieja.

Una escena de la obra maestra de Ken Loach, Kes (1969), muestra un efecto similar en el individuo, pero no es el futbol el que destruye las ilusiones de Billy sino las condiciones del sistema educativo y de una cultura que considera que el abuso es parte de la formación juvenil. Mientras Billy y sus compañeros imaginan que son el Manchester United y los Spurs de Tottenham, el abusivo entrenador los humilla verbal y físicamente.

Sin embargo el propio Loach le daría al futbol una imagen más luminosa en Buscando a Eric (Looking for Eric, 2009). Ante una serie de crisis que incluyen la depredación del crimen organizado, un fan del Manchester United recurre a una versión imaginaria del filósofo de la cancha, Eric Cantona. Por supuesto, él es un reflejo de la consciencia del otro Eric, el protagonista, pero por lo mismo no es tanto una idea de la estrella como consejero o modelo infalible sino de la fuerza interior buscando una representación para cambiarlo todo. Ayudado por la porra local del Manchester United, Eric al fin encuentra un respiro. En una noche densa las luces de la cancha nos dicen por dónde recibir el pase y, con un poco de técnica, quizá meter un gol.