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La animación espectral de Kihachiro Kawamoto

Alonso Díaz de la Vega

En estos días, hablar de Japón y películas animadas probablemente nos remita a Isao Takahata, maestro del anime y cofundador del Estudio Ghibli que murió el pasado 5 de abril, o a la nueva cinta de Wes Anderson, Isla de perros (2018), que narra la historia de una jauría mientras ayuda a un niño a buscar a su mascota. Sin embargo este filme dista mucho de ser el único situado en Japón y filmado con la técnica stop-motion.

Debido a que cultivó más el arte del cortometraje, el nombre de Kihachiro Kawamoto no logró una permanencia en la memoria popular como otros animadores japoneses, pero un vistazo a su obra, definida por el budismo y las tradiciones folclóricas de Japón, demuestra el deslumbrante ingenio de uno de los mayores talentos de la cinematografía local.

De niño, Kawamoto aprendió de su abuela a hacer marionetas y a montar espectáculos con ellas. Nunca pensó en dedicarse al cine pero sus creaciones llamarían la atención del fotógrafo Tadasu Iizawa, con quien hizo libros para niños con fotografías de sus muñecos. Más adelante Kawamoto entraría a la publicidad y después al cine.

En las películas de Kawamoto es recurrente la lucha contra un instinto demoniaco que parte de lo humano y se vierte en lo sobrenatural. La música y la narración como de fábula dan un tono espectral, reforzado por la iluminación y los expresivos planos del director. En Dôjôji (1976), por ejemplo, una mujer obsesionada se convierte en un diablo, mientras que en Oni (1972) un par de hermanos descubre un terrible secreto de la vejez.

A continuación presentamos Oni, esperando que sea la primera de muchas visitas a la imaginación de Kihachiro Kawamoto.