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Antes de la revolución: Las influencias del cine del 68

En muchos aspectos, 1968 comenzó a gestarse décadas antes de su primera medianoche hace 50 años. Su revolución política empezó en las ideas de Marx en el siglo XIX y se reafirmó en el triunfo de la Revolución Rusa a principios del XX. Su revuelta estética proviene de las vanguardias desde el modernismo hasta la Internacional Situacionista, y su cine es una amalgama de rebeliones, rechazos e innovaciones que comenzaron en sociedades a la búsqueda de lo nuevo o que estaban condenadas a lo inédito. Por supuesto, el cine de 1968 fue notablemente distinto al de los años 30 o 50, pero no por eso deja de ser un resultado de esas décadas. Más que una época en la historia del cine, las películas de finales de los 60 eran, en su forma y en sus temas, la historia de su siglo.

En 1932 Stalin proclamó que los escritores eran ingenieros del alma humana. Los políticos, los trabajadores y los científicos sociales se encargarían de reorganizar la masa humana para crear un futuro sin desigualdad, mientras que el arte, ya fuera en novelas, poemas, pinturas, sinfonías o películas, se encargaría de transformar el espíritu; de convencerlo de participar en la transformación no sólo mediante sus temas sino también empleando el estilo. Tres grandes teóricos-cineastas, Serguéi Eisenstein, Dziga Vertov y Vsevolod Pudovkin definirían el estilo del cine soviético a partir, sobre todo, de la edición. Ya fuera manipulando el ritmo con que se presentaban las imágenes o contrastando unas con otras para crear sentidos metafóricos como en la poesía, películas clásicas como El acorazado Potemkin (1925, dir. Serguéi Eisenstein), El hombre de la cámara (1929, dir. Dziga Vertov) o Suvorov (1941, dir. Vsevolod Pudovkin) se rebelaron contra el estilo de Hollywood para capturar la experiencia proletaria y sus ánimos de revolución en un estilo que no sólo inspirara sino que representara el pensamiento marxista.

En películas como Menq (1969, dir. Artavazd Pelechian), que busca capturar la historia como una experiencia colectiva, el armenio Artavazd Peleshian aprovecharía las lecciones soviéticas, mientras que el franco-suizo Jean-Luc Godard, un solitario invencible, se insertaría ambiguamente en el estilo soviético con historias individuales que presentaban el ruido de fondo del mundo burgués. En Pierrot, el loco (1965) podemos ver un ejemplo del montaje intelectual de Eisenstein cuando el protagonista arroja un pedazo de pastel a la cara de su esposa y en ese instante entra la imagen de unos fuegos artificiales que celebran su liberación. Sin embargo, Godard y sus camaradas de la Nueva ola francesa —probablemente el movimiento cinematográfico más importante de los 60— eran también, y quizá sobre todo, herederos del cinema vérité y del neorrealismo italiano.

Al terminar la Segunda Guerra Mundial, la industria cinematográfica italiana había colapsado. Sin grandes estudios, sin celuloide —salvo por el que regalaban los estadounidenses—, sin muchos fondos y con una necesidad desesperada por contar la historia de la guerra, Roberto Rosselini decidió usar las calles y algunos sets para los interiores, mezclar actores profesionales y gente común, para representar una Italia pisoteada por el nazismo en su trilogía bélica, que comenzó con Roma, ciudad abierta (1945). La producción casi guerrillera encontraría un discípulo en Godard, que filmó su primera película, Sin aliento (1960), con cinta fotográfica, adaptada a las cámaras de cine por el director de fotografía Raoul Coutard. Antes, en Los 400 golpes (1959), François Truffaut, que había sido asistente de Rosselini durante tres años, logró una naturalidad inusitada para representar la infancia. Esta obsesión con el realismo tendría ecos en el cine documental estadounidense de Robert Drew y sus colegas, y en la Nueva ola británica, nacida en el teatro y la novela pero consumada en el cine. El origen de esta tendencia, sin embargo, estaba en las ciencias sociales.

Roma, ciudad abierta (1945, dir. Roberto Rosselini)Rome, Open City (1945, dir. Roberto Rosselini)

An anthropologist-cum-filmmaker, Jean Rouch was one of the first and most important makers of what is known as the ethnographic documentary, that is, a type of film which aspires to watch social groups more than narrating their stories. Godard imported Rouch’s style to fiction in Breathless after writing that I, a Negro (1958) was “the most daring and humble of films”. Rouch’s cinema vérité —or truthful cinema— is based on the ideas of Vertov, who had produced several documentaries with which he aspired not to represent reality but to manifest it. They were released under the name Kino-Pravda, which also translates to truthful cinema.

In an influential coincidence, American filmmaker John Cassavetes had started shooting in a style very similar to Rouch’s for his 1958 film Shadows. His form, like Shirley Clarke’s, a colleague from independent and experimental film, was more than an imitation of jazz: it was its very nature caught on film. Along with the great figures of classic Hollywood, like Alfred Hitchcock and John Ford, as well as independent filmmakers like Samuel Fuller and Ida Lupino, they would become part of the influences of a cinema that included itself in the struggles of its time for the liberation of all that had been suppressed by former centuries. The cinema of 1968 would be part of the revolution.