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Hari Sama recomienda Café Lumière, de Hou Hsiao-Hsien

{{Café Lumière}} (2003), de Hou Hsiao-Hsien

La primera película de Ho Hsiao-Hsien fuera de Taiwán, Café Lumiére / Kôhî jikô (2003), es un delicado homenaje a Yasujiro Ozu. Confieso una profunda fascinación por ambos cineastas, de manera que el descubrimiento de esta extraña convergencia de energías cinematográficas me resultó una delicia.

Hou Hsiao-Hsien retoma las obsesiones anecdóticas y narrativas de Ozu, para plantear una fábula contemporánea, sensible y contenida, sobre el paso del tiempo, el colapso entre la tradición y la modernidad importada de Occidente, las relaciones familiares, los trenes…

Ozu, muchas veces considerado “el más japonés de los cineastas japoneses”, hizo del cine una expresión más de la tradición artística japonesa. Su mirada contemplativa (aunque el término esté tan desgastado que da un poco de pena usarlo), su obsesión por contar historias aparentemente diminutas, cotidianas, que en algún punto chocan brutalmente para mostrar la fragilidad humana o el dolor, recuerdan el arte del haikú, la jardinería o el Moku hanga.

Más allá de un estilo artístico definitivo y contundente, Ozu expresa valores intrínsecos a la mirada japonesa como la verdad que se explicita en la observación de la naturaleza, o la grandiosidad que sucede en los detalles discretos y en apariencia insignificantes, o la experiencia expresada desde el dominio privado más que el público. Y justo esa aparente novedad dentro de un mundo guiado por la tradición aristotélica es lo que quizá nos llama la atención, de entrada, en el cine de Ozu.

La cámara, colocada tantas veces a altura tatami (es decir, donde otro personaje podría estar acompañando la escena), inmóvil, a la espera de que la vida suceda, de que pasen las estaciones y de que el Japón tradicional se transforme lentamente en el Japón de la post-guerra, nos permite mirar la vida de sus personajes como desde una ventana monástica. Y es ahí donde la caída de las hojas del maple en otoño se transforma en las guerras susurradas en el interior de las familias del shomin-geki (del melodrama familiar moderno). No hay manera de que esta forma de contar no sea fascinante.

Hou Hsiao-Hsien aprovecha su cercanía conceptual con Ozu y transforma el encargo por los 100 años del genial maestro en una película sin duda personal con un tono etéreo y profundo. Desde mi perspectiva, es el punto de encuentro exacto de los mundos de ambos cineastas.

La película inicia con el paso de un tren en el amanecer, una imagen recurrente en ambos cineastas, que además juega con el inicio del cine, en un café, con un tren similar y con un nombre inolvidable: Lumiére. Yoko (Yo Hitoto) y su amigo Hajime (Tadanobu Asano) aprovecharán los trenes para sumergirse en Tokio a la búsqueda de un compositor casi olvidado que sirve de metáfora a la búsqueda o reflexión de un Tokio transformado y del que tan solo queda el eco de la memoria. Pero lo importante en la propuesta de Hou Hsiao-Hsien es la elaboración sobre los espacios entre llegadas, entre los puntos de investigación de la pareja, es decir, el viaje mismo… los encuentros fugaces, las miradas de los extraños, las historias sugeridas en el silencio y el vacío. Hajime viaja en los trenes, encontrando en la grabación del sonido que producen una especie de posibilidad de contemplación profunda, de exhalación; mientras que Yoko, la protagonista, enfrenta con discretísima violencia la tradición al estar a punto de convertirse en madre precoz y soltera.

Hay un momento en la película en la que Hajime, que ha estado cuidando a Yoko mientras ella se encuentra enferma, le muestra un diseño de computadora con un entramado de trenes que forman un círculo. Dentro del círculo hay un bebé que es, en realidad, el mismo Hajime con su equipo de grabación. Yoko le dice que los ojos parecen un poco tristes… La otredad de la ciudad, una tristeza que apenas se deja ver en el aislamiento generalizado, el pánico al cambio, van sugiriéndose apenas… Como en las películas de Ozu, parecería que en la superficie pasa muy poco, pero la tensión se va construyendo sutilmente, con una suavidad que la dota de una profundidad grave… y eso es lo que para mí la vuelve tan recomendable. La falta de urgencia narrativa, de acrobacia en la cámara, dota al trabajo cinematográfico de una belleza no gratuita, más bien profunda y que sugiere todo un mundo que se mueve por debajo de la superficie. Entre el silencio del padre de Yoko, la aparente serenidad inquebrantable de Hajime –que en realidad lleva una tristeza en la mirada–, la desesperación contenida de la madre y el terror de Yoko que se revela tan solo en sueños porque en la cotidianidad le conviene más adoptar una actitud retadora, se dibuja una historia compleja, profunda y hermosa, para la que vale la pena darse el tiempo para descifrar.