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Harry Dean Stanton: El cuerpo de la melancolía

Alonso Díaz de la Vega

Él es el hombre más triste del cine estadounidense. Peter Lorre tenía ojos grandes que imitaban —¿invitaban?— la miseria del mundo, y a veces Robert De Niro anduvo encorvado, como dislocado de su espacio y de la gente que vivía en él. Pero Harry Dean Stanton tenía todo eso. Su cuerpo flaco y su voz a veces tímida acababan de componer un patetismo sinfónico: armonioso, conmovedor, total. Por supuesto, Stanton no fue siempre el mismo de París, Texas (1984, dir. Wim Wenders) o Lucky (2017, dir. John Carroll Lynch), donde interpretó su último papel protagónico, pero esos dos roles son icónicos en la carrera de un hombre que le dio a la tristeza un cuerpo. 

Veterano de la Segunda Guerra Mundial, como su personaje en Lucky, Stanton estudió periodismo pero al final se decidió por la actuación mientras estuvo en el teatro universitario. Su carrera empezó en los años cincuenta en pequeños roles para la televisión, cuando todavía se hacía llamar sólo Dean Stanton, pero con el tiempo comenzó a aparecer en películas más grandes donde directores como Sam Peckinpah, Francis Ford Coppola y Ridley Scott aprovecharon sus rasgos afilados y su acento sureño para representar personajes duros. Bastaba verlo en El padrino, Parte II (1974, dir. Francis Ford Coppola) para creerle que era un agente del FBI encargado de la seguridad de Frank Pentangeli, un testigo protegido a punto de delatar a la familia Corleone. Más adelante, como Brett en Alien, el octavo pasajero (1979, dir. Ridley Scott), Stanton interpretaría a un hombre bruto, vulgar y egoísta, interesado solamente en su salario. Da gusto ver que el monstruo lo devore ante la autenticidad de su intérprete. 

En 1984 aparecerían dos de sus películas más importantes. Es obvio que el desquicio punk de Repo Man (dir. Alex Cox) y la melancolía sutil de París, Texas son muy diferentes, pero si observamos a Stanton, es él quien cambia de manera más drástica. En el filme de Cox su personaje es parecido a muchos de los que había interpretado antes: rudo, bocón, pero simpático a su manera. En sus manos un profesional del embargo se convierte en algo más bien parecido a un detective por encima de la ley pero apegado a su propio código. En París, Texas, Stanton cambia y nos da un personaje inescrutable. Cuando su hermano lo recoge de una estación de servicio donde lo descubren polvoriento y olvidado como un tesoro, Travis parece poseído por el autismo. No habla. Mira no a las cosas sino a través de ellas, hacia un horizonte que sólo él percibe. Pero el amor por su hijo lo hará cambiar. En una escena memorable intenta caminar como un padre adinerado, “con dignidad”, como le dice el ama de llaves de su hermano. En otra se reunirá con el amor de su vida fingiendo que no es él. 

David Lynch empleó a Stanton en muchas de sus películas pero una actuación en particular reunió todo su talento en un instante. A lo largo de Una historia sencilla (1999) Alvin viaja en su tractor a través de las carreteras estadounidenses para ver cómo se encuentra su hermano Lyle después de un infarto. Como el reportero de El ciudadano Kane (1941, dir. Orson Welles), Alvin pregunta por su hermano y descubre no sólo su paradero sino su carácter, un poco olvidado después de años de no hablarle. Cuando aparece Lyle, interpretado por Stanton, su mirada y la fatiga de sus movimientos nos hablan de su vida. Sus pocas palabras, preguntando si su hermano vino a verlo en el tractor estacionado enfrente, mezclan el resentimiento, la sorpresa y la conmoción del encuentro. Es la prueba irrefutable de un actor brillante.

Lucky, su despedida, aprovecha todo el talento de Stanton para rumiar sobre la muerte y encontrar en el nihilismo no el terror sino la reconciliación con la nada que somos. De alguna manera es el testamento del gran actor, cuyo personaje comparte su biografía y su amor por la música mexicana. Durante una fiesta, Lucky canta “Volver, volver” y asombra con su generosidad a su público mexicoamericano. Adentro y fuera de la pantalla lo escuchan —lo escuchamos— mientras se echa el último palomazo antes de que su cuerpo, el más triste, se vaya contento.