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Homenaje Póstumo a Joaquín Rodríguez en el FICG

El Premio Maguey del FICG difunde y promueve el cine innovador que parte de las historias generadas por individuos que se identifican con una preferencia sexual abierta y diversa, un reconocimiento a lo mejor de la cinematografía Queer/LGBTTTI (lésbico, gay, bisexual, transexual, travesti, trasgénero e intersexual). En su segunda edición, el Premio Maguey rendirá tributo al actor, comunicólogo, crítico y reseñista de cine Joaquín Rodríguez, quien falleció el 8 de junio de 2012, con el galardón Homenaje Póstumo.

En honor a la memoria de nuestro querido Joaquín, y para celebrar que recibirá el Premio Maguey en la edición número 28 del FICG, presentamos un texto escrito por su inseparable amigo Roberto Fiesco:

Joaquín Rodíguez, las evidencias de su amistad

Hoy volví al departamento de Joaquín, es la segunda vez que lo hago desde que murió. Algunos pocos objetos quedan de cuando él vivía ahí, apenas la mesa, un sillón, la escultura y el cuadro de su tío Mathías Goeritz, y poco más. La mayoría de sus cosas, como los carteles y libros, y los miles de DVDs, ya han sido resguardados buenamente por la Filmoteca de la UNAM. Su mamá, ejemplo de entereza y amor donde los haya, hizo un gran hallazgo en estos días, quizás el más valioso de cuanto objeto guardó durante su vida. Se trata de una modesta libreta Scribe donde, entre 1980 y 1982, el puber Joaquín había pegado, después de recortar cuidadosamente, los anuncios de las películas que aparecían en el periódico, indicando la fecha en que las había visto en los cines Durango, Alameda, y Dorado 70, de su natal Durango, a donde parece que iba casi diario, a veces escapándose de la vigilancia familiar para ver algunas más de una vez, lo cual no dejaba de preocupar a sus padres.

Los recortes incluían una calificación que iba de M (Mala) a E (Excelente), misma que sólo lograban películas como Trapecio de Carol Reed, o La novicia rebelde, en su enésimo reestreno; recurrentes MB para títulos del calibre de Fiebre del sábado por la noche, El imperio contraataca, y –por supuesto– varias R (Regular) para algunas otras adolescentadas de la época. Al final del cuaderno había también una lista de películas ordenadas ¡por estudios! Es decir, estaban las producidas por MGM, Fox, Paramount, Universal, que seguro estaban suscritas como objetivos cinefílicos a ver sin falta y que a la postre serían algunas de las que él más amó como espectador.

Julián Hernández y yo lo conocimos en 2003 en un pasillo del Hotel Plaza del Sol. Era nuestro primer festival de Guadalajara y llevábamos a la competencia Mil nubes de paz cercan el cielo, amor, jamás, acabarás de ser amor, nuestro primer largo, que afortunadamente le había gustado. De inmediato hubo una corriente de simpatía, y me atrevería a decir que también de solidaridad. Tenía desde entonces el comentario ingenioso y puntual a la mano, pero también la risa fácil, la cara guapa y esa gran altura que siempre lo hacía sobresalir a la salida de alguna proyección u obra de teatro, o –mejor aún– en medio de alguna fiesta o coctel, lugares todos donde pronto empezamos a encontrarnos con mucha frecuencia. No tardamos en volvernos amigos, de esos que son como tu familia, para siempre.

Él ya era en ese momento un periodista reconocido, había trabajado en la revista Primer plano, y después en Cinemanía, Cine Premiere, y El Financiero. También fue supervisor (es decir, ‘censor’) en la Dirección de Cinematografía de RTC, después de haber egresado como comunicólogo de la Ibero de Torreón, pero sobre todo desde hacía años era guionista y conductor de 24 x segundo, aquellas cápsulas que habían sido la guía cinematográfica durante mucho tiempo de unos cuantos millones de espectadores en Canal 5. Ahí conoció a Oscar Uriel y Daniela Michel, que además de ser sus compañeros de mil batallas, festivales y junkets con toda clase de estrellas cinematográficas y efímeras starlets, eran también como hermanos.

Su paso por la televisión se extendió a programas como el extrañado Abrelatas y Corto circuito, programas dedicados al corto, y que al amparo de la televisión pública lanzaron numerosas carreras de cineastas en ciernes, y que –a veces– funcionaban también como una extensión de las Jornadas de Cortometraje y del Festival Internacional de Cine de Morelia, que Daniela encabezaba como uno de los más importantes proyectos de difusión cinematográfica que ha tenido este país. Joaquinito, como inmediatamente empezamos a llamarle, tenía crédito de programador en estos festivales, pero sabíamos que su trabajo siempre iba más allá, contactaba a las distribuidoras y los cineastas, montaba exposiciones, escribía reseñas para el catálogo, traducía, visionaba incontables cortos y largos, conducía las ceremonias de inauguración y hacía las presentaciones y los debates posteriores a las proyecciones con el timbre bien templado de su voz y esas elegantes maneras que traicionaba cuando se apasionaba –para bien o para mal– por una película. Lo recuerdo apuesto caminando por el Cinépolis Centro de Morelia, con sus eternas guayaberas, micrófono y programación en mano, saludando al mundo entero, como el rey del lugar, y aún dándose tiempo para compartir unos minutos con sus amigos.

Cuando lo conocí la actuación parecía haber quedado muy atrás, pero tampoco tanto, justo en ese Guadalajara de 2003 se estrenó Sin ton ni Sonia, película de Hari Sama, donde Joaquín hacía uno de los mudos lugartenientes de Tara Parra, que significó el lanzamiento de Juan Manuel Bernal, uno de sus entrañables. Los estudios que había realizado en el Foro de Ludwig Margules, inolvidable maestro, y las obras que había hecho con José Caballero, David Olguín, Lorena Maza, y después con Antonio Serrano y Marco Antonio Silva, entre otros, formaban parte de un pasado que sobre todo le había dejado estupendos amigos (fundamentales como Plutarco Haza y Santiago Roldós), a quienes veía con infinito cariño y seguro con nostalgia por aquellos tiempos que siempre consideró los mejores de su vida, los de la formación en torno a su gran pasión que era el teatro, que nunca lo abandonó como fiel espectador de toda (y toda es toda) clase de montajes, y que a últimas fechas lo había hecho regresar al escenario de la mano de David Hevia en Kant en altamar, con su queridísimo Miguel Cooper, que el año pasado estuvo en cartelera en la Casa de la Paz.

Sus arranques de ira eran memorables, sobre todo porque uno no podía concebir que un hombre tan encantador cada muerte de obispo dejara de serlo para volverse un verdadero salvaje, pleno de rabia y coraje. Un par de veces me pasó con él y su reacción me parecía tan desmesurada que juraba que no me volvería a hablar nunca. El primer pleitazo ocurrió durante el bautizo que tradicionalmente se hace al final de las filmaciones para todos los debutantes. Yo, que soy fanático de él, a veces creo que sólo filmo para que llegue esa gran explosión de diversión, y esa noche me entretenía aventando pintura y amarrando a las víctimas de la ocasión en el estacionamiento del Centro Cultural Tlatelolco. Cuando intentamos hacer partícipe a Joaquín del juego, éste se me reveló más gigantesco que lo habitual y empezó a gritarme que a él esa costumbre le parecía una pendejada y que de ninguna manera iba a ser cómplice de semejante estupidez. Acto seguido se largó furioso dejándome pasmado con un mecate entre las manos destinado a él.

“¡Ya lo perdimos!”, pensé, y lo lamenté muchísimo porque ese final de rodaje corresponía a Rabioso sol, rabioso cielo, la película en la cual Julián le había escrito un personaje especial, Andrés, un ser torvo que frecuentaba la oscuridad de las calles y los cines solitarios en busca de placeres carnales. En el submundo de las pasiones más soterradas, Joaquín dejó la piel, y su dulce mirada se transformó en la de un hombre pleno de maldad y matices, capaz del maltrato más profundo al personaje que hacía Javier Oliván, otro compañero de vida.

No sólo estuvo con nosotros los días de sus secuencias, quiso estar durante toda la filmación de la película haciendo una bitácora de lo que iba ocurriendo durante el día a día, a veces difícil, muchas otras jocoso. Alex Cantú, el fotógrafo lo bautizó como el Sr. Bitácora, y ahí se volvió un amigo definitivo para toda la pandilla ‘milnubera’. Porque la verdad es que el día no estaba completo sin su gloriosa aparición y sin su apoyo fraterno en un rodaje enormemente complejo que nos llevó juntos a Querétaro, Guerrero, Morelos y por todo el DF. Joaquín estaba fascinado por el ambiente de la película hasta que llegó el momento del bautizo. Claro que a los pocos días volvió a llamar por teléfono como si no pasara nada y ambos dimos por zanjado el asunto. Afortunadamente su nivel de arrepentimiento era similar a su ira.

Cuando la pelécula estuvo terminada viajamos juntos a nuestra más tensa Berlinale, que sin embargo se vio siempre aligerada por su buen humor y porque al final del día acabamos ganando el premio Teddy, momento que celebramos juntos con una euforia inusitada. Me enorgullece incluso que las únicas fotos que él colgó en su Facebook tienen que ver con esa película y con la estancia en Alemania. Ese año el festival dedicaba su retrospectiva anual a las películas filmadas en 70 mm, y fue así que pudimos disfrutar de West Side Story como jamás lo habíamos hecho. Porque el musical era punto y aparte en su vida. Cada vez que podía escapaba a Nueva York o a Londres para verlos y el día de la entrega de los Premios Tony su vida se paralizaba. Lo mismo ocurría con las películas musicales, directores como Busby Berkeley, pleno de suntuosas coreografías, o Stanley Donen y Jacques Demy, al lado de actores como Gene Kelly, Judy Garland y su mayor devoción por Julie Andrews, formaban el verdadero Olimpo de una cinefilia enormemente amplia (donde el cine mexicano siempre tuvo cabida), que extendió por todo el país, como si fuera la Rosaura de Río Escondido, entendiendo la docencia como un verdadero apostolado donde comunicaba un entusiasmo, el de su pasión por el cine, a cientos de alumnos.

Podría recordar muchos viajes memorables a su lado, pero guardo en mi corazón el de mi única estancia en Cannes, donde dormimos juntos y él fue capaz de soportar mis terribles ronquidos, lo cual lo hizo acreedor automáticamente a ser uno de los mejores amigos de mi vida. Aquel 2006 asistimos ahí a nuestras primeras exhibiciones digitales, de las cuales ni siquiera nos dimos cuenta por lo perfectas que eran, y rematamos algunas noches en el Zanzibar, donde años atra?s Rock Hudson también se fue de copas. Estuvimos en su natal Durango, invitados por Juan Antonio de la Riva, en pleno periodo de influenza, y tuve el privilegio de caminar con él por las calles donde se encontraban los extintos cines de su infancia.

Pocas personas estaban tan ocupadas como él, sin embargo, no era extraño que llegara a comer a la oficina de Holbein, y mucho menos que hablara a cualquier hora del día para platicar sobre alguna película, pedir algún teléfono, comentar alguna aventura de la noche pasada, o del estreno del fin de semana. Apenas llegar del último Cannes, ni siquiera había pasado sus maletas por la aduana cuando ya estábamos al teléfono y yo escuchaba embelesado su reseña de lo vivido ahí, y de las obras que había podido ver en Londres. No había tregua ni horario para nuestras charlas, porque él sabía hacer de cada instante de la vida algo interesante y bueno de vivir, con un detalle gracioso al final con el que siempre explotábamos a carcajadas, a pesar de la gravedad del asunto en cuestión. No me gusta que me platiquen las películas ni los libros, pero en él todo sonaba nuevo, único, y resultaba imposible que te perdieras una sola de sus palabras.

Supe que la UNAM le hizo un homenaje hace unos días, y no quiero ni imaginar lo que seré del Festival de Cine Gay, que junto con los heroicos David Ramón y Mauricio Peña, levantaba cada año. Ahora que Julián está editando Quebranto, puedo verlo haciendo una brevísima aparición con la que nos hizo el honor, lo mismo que en Yo soy la felicidad de este mundo, donde sale justo de conductor de un programa de televisión; y me consuela saber que otras películas donde participó en los últimos meses como La hija de Moctezuma, donde lo dirigió Iván Lipkies para mayor gloria de la India María, o Cuatro lunas, de Sergio Tovar Velarde (su última aparición en pantalla) se estrenarán muy pronto.

Será imposible volver a recorrer los portales de Morelia, o entrar al Hotel de la Soledad, donde siempre teníamos cuartos contiguos durante el festival y desayunábamos o trasnochábamos con toda la tropa, sin pensar en él. Joaquín fue regando amigos por el mundo, cientos, incluso Daniela me dijo hace poco, en tono de broma, que tenía uno de los carnets de baile más ocupados de la ciudad. Me enorgullezco de considerarme uno de ellos y sigo sin creer que ya no esté, tal vez por eso no he llorado. A veces creo que mi teléfono va a sonar en cualquier momento y que escucharé su voz diciendo: “¡Robertito...!” Otras veces lo pienso en el cielo de los musicales, si es que eso existe, donde seguro que está cantando y bailando, como un Fred Astaire con alas, mientras nosotros, en Chorus Line, una de aquellas películas que se ganó una MB en su libreta, le entonamos:

"Love is never gone.
As we travel on,
Love’s what we’ll remember."

Roberto Fiesco, 2012.

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En honor a la memoria de nuestro querido Joaquín, y para celebrar que recibirá el Premio Maguey en la edición número 28 del FICG, presentamos un texto escrito por su inseparable amigo Roberto Fiesco:

Joaquín Rodíguez, las evidencias de su amistad

Hoy volví al departamento de Joaquín, es la segunda vez que lo hago desde que murió. Algunos pocos objetos quedan de cuando él vivía ahí, apenas la mesa, un sillón, la escultura y el cuadro de su tío Mathías Goeritz, y poco más. La mayoría de sus cosas, como los carteles y libros, y los miles de DVDs, ya han sido resguardados buenamente por la Filmoteca de la UNAM. Su mamá, ejemplo de entereza y amor donde los haya, hizo un gran hallazgo en estos días, quizás el más valioso de cuanto objeto guardó durante su vida. Se trata de una modesta libreta Scribe donde, entre 1980 y 1982, el puber Joaquín había pegado, después de recortar cuidadosamente, los anuncios de las películas que aparecían en el periódico, indicando la fecha en que las había visto en los cines Durango, Alameda, y Dorado 70, de su natal Durango, a donde parece que iba casi diario, a veces escapándose de la vigilancia familiar para ver algunas más de una vez, lo cual no dejaba de preocupar a sus padres.

Los recortes incluían una calificación que iba de M (Mala) a E (Excelente), misma que sólo lograban películas como Trapecio de Carol Reed, o La novicia rebelde, en su enésimo reestreno; recurrentes MB para títulos del calibre de Fiebre del sábado por la noche, El imperio contraataca, y –por supuesto– varias R (Regular) para algunas otras adolescentadas de la época. Al final del cuaderno había también una lista de películas ordenadas ¡por estudios! Es decir, estaban las producidas por MGM, Fox, Paramount, Universal, que seguro estaban suscritas como objetivos cinefílicos a ver sin falta y que a la postre serían algunas de las que él más amó como espectador.

Julián Hernández y yo lo conocimos en 2003 en un pasillo del Hotel Plaza del Sol. Era nuestro primer festival de Guadalajara y llevábamos a la competencia Mil nubes de paz cercan el cielo, amor, jamás, acabarás de ser amor, nuestro primer largo, que afortunadamente le había gustado. De inmediato hubo una corriente de simpatía, y me atrevería a decir que también de solidaridad. Tenía desde entonces el comentario ingenioso y puntual a la mano, pero también la risa fácil, la cara guapa y esa gran altura que siempre lo hacía sobresalir a la salida de alguna proyección u obra de teatro, o –mejor aún– en medio de alguna fiesta o coctel, lugares todos donde pronto empezamos a encontrarnos con mucha frecuencia. No tardamos en volvernos amigos, de esos que son como tu familia, para siempre.

Él ya era en ese momento un periodista reconocido, había trabajado en la revista Primer plano, y después en Cinemanía, Cine Premiere, y El Financiero. También fue supervisor (es decir, ‘censor’) en la Dirección de Cinematografía de RTC, después de haber egresado como comunicólogo de la Ibero de Torreón, pero sobre todo desde hacía años era guionista y conductor de 24 x segundo, aquellas cápsulas que habían sido la guía cinematográfica durante mucho tiempo de unos cuantos millones de espectadores en Canal 5. Ahí conoció a Oscar Uriel y Daniela Michel, que además de ser sus compañeros de mil batallas, festivales y junkets con toda clase de estrellas cinematográficas y efímeras starlets, eran también como hermanos.

Su paso por la televisión se extendió a programas como el extrañado Abrelatas y Corto circuito, programas dedicados al corto, y que al amparo de la televisión pública lanzaron numerosas carreras de cineastas en ciernes, y que –a veces– funcionaban también como una extensión de las Jornadas de Cortometraje y del Festival Internacional de Cine de Morelia, que Daniela encabezaba como uno de los más importantes proyectos de difusión cinematográfica que ha tenido este país. Joaquinito, como inmediatamente empezamos a llamarle, tenía crédito de programador en estos festivales, pero sabíamos que su trabajo siempre iba más allá, contactaba a las distribuidoras y los cineastas, montaba exposiciones, escribía reseñas para el catálogo, traducía, visionaba incontables cortos y largos, conducía las ceremonias de inauguración y hacía las presentaciones y los debates posteriores a las proyecciones con el timbre bien templado de su voz y esas elegantes maneras que traicionaba cuando se apasionaba –para bien o para mal– por una película. Lo recuerdo apuesto caminando por el Cinépolis Centro de Morelia, con sus eternas guayaberas, micrófono y programación en mano, saludando al mundo entero, como el rey del lugar, y aún dándose tiempo para compartir unos minutos con sus amigos.

Cuando lo conocí la actuación parecía haber quedado muy atrás, pero tampoco tanto, justo en ese Guadalajara de 2003 se estrenó Sin ton ni Sonia, película de Hari Sama, donde Joaquín hacía uno de los mudos lugartenientes de Tara Parra, que significó el lanzamiento de Juan Manuel Bernal, uno de sus entrañables. Los estudios que había realizado en el Foro de Ludwig Margules, inolvidable maestro, y las obras que había hecho con José Caballero, David Olguín, Lorena Maza, y después con Antonio Serrano y Marco Antonio Silva, entre otros, formaban parte de un pasado que sobre todo le había dejado estupendos amigos (fundamentales como Plutarco Haza y Santiago Roldós), a quienes veía con infinito cariño y seguro con nostalgia por aquellos tiempos que siempre consideró los mejores de su vida, los de la formación en torno a su gran pasión que era el teatro, que nunca lo abandonó como fiel espectador de toda (y toda es toda) clase de montajes, y que a últimas fechas lo había hecho regresar al escenario de la mano de David Hevia en Kant en altamar, con su queridísimo Miguel Cooper, que el año pasado estuvo en cartelera en la Casa de la Paz.

Sus arranques de ira eran memorables, sobre todo porque uno no podía concebir que un hombre tan encantador cada muerte de obispo dejara de serlo para volverse un verdadero salvaje, pleno de rabia y coraje. Un par de veces me pasó con él y su reacción me parecía tan desmesurada que juraba que no me volvería a hablar nunca. El primer pleitazo ocurrió durante el bautizo que tradicionalmente se hace al final de las filmaciones para todos los debutantes. Yo, que soy fanático de él, a veces creo que sólo filmo para que llegue esa gran explosión de diversión, y esa noche me entretenía aventando pintura y amarrando a las víctimas de la ocasión en el estacionamiento del Centro Cultural Tlatelolco. Cuando intentamos hacer partícipe a Joaquín del juego, éste se me reveló más gigantesco que lo habitual y empezó a gritarme que a él esa costumbre le parecía una pendejada y que de ninguna manera iba a ser cómplice de semejante estupidez. Acto seguido se largó furioso dejándome pasmado con un mecate entre las manos destinado a él.

“¡Ya lo perdimos!”, pensé, y lo lamenté muchísimo porque ese final de rodaje corresponía a Rabioso sol, rabioso cielo, la película en la cual Julián le había escrito un personaje especial, Andrés, un ser torvo que frecuentaba la oscuridad de las calles y los cines solitarios en busca de placeres carnales. En el submundo de las pasiones más soterradas, Joaquín dejó la piel, y su dulce mirada se transformó en la de un hombre pleno de maldad y matices, capaz del maltrato más profundo al personaje que hacía Javier Oliván, otro compañero de vida.

No sólo estuvo con nosotros los días de sus secuencias, quiso estar durante toda la filmación de la película haciendo una bitácora de lo que iba ocurriendo durante el día a día, a veces difícil, muchas otras jocoso. Alex Cantú, el fotógrafo lo bautizó como el Sr. Bitácora, y ahí se volvió un amigo definitivo para toda la pandilla ‘milnubera’. Porque la verdad es que el día no estaba completo sin su gloriosa aparición y sin su apoyo fraterno en un rodaje enormemente complejo que nos llevó juntos a Querétaro, Guerrero, Morelos y por todo el DF. Joaquín estaba fascinado por el ambiente de la película hasta que llegó el momento del bautizo. Claro que a los pocos días volvió a llamar por teléfono como si no pasara nada y ambos dimos por zanjado el asunto. Afortunadamente su nivel de arrepentimiento era similar a su ira.

Cuando la pelécula estuvo terminada viajamos juntos a nuestra más tensa Berlinale, que sin embargo se vio siempre aligerada por su buen humor y porque al final del día acabamos ganando el premio Teddy, momento que celebramos juntos con una euforia inusitada. Me enorgullece incluso que las únicas fotos que él colgó en su Facebook tienen que ver con esa película y con la estancia en Alemania. Ese año el festival dedicaba su retrospectiva anual a las películas filmadas en 70 mm, y fue así que pudimos disfrutar de West Side Story como jamás lo habíamos hecho. Porque el musical era punto y aparte en su vida. Cada vez que podía escapaba a Nueva York o a Londres para verlos y el día de la entrega de los Premios Tony su vida se paralizaba. Lo mismo ocurría con las películas musicales, directores como Busby Berkeley, pleno de suntuosas coreografías, o Stanley Donen y Jacques Demy, al lado de actores como Gene Kelly, Judy Garland y su mayor devoción por Julie Andrews, formaban el verdadero Olimpo de una cinefilia enormemente amplia (donde el cine mexicano siempre tuvo cabida), que extendió por todo el país, como si fuera la Rosaura de Río Escondido, entendiendo la docencia como un verdadero apostolado donde comunicaba un entusiasmo, el de su pasión por el cine, a cientos de alumnos.

Podría recordar muchos viajes memorables a su lado, pero guardo en mi corazón el de mi única estancia en Cannes, donde dormimos juntos y él fue capaz de soportar mis terribles ronquidos, lo cual lo hizo acreedor automáticamente a ser uno de los mejores amigos de mi vida. Aquel 2006 asistimos ahí a nuestras primeras exhibiciones digitales, de las cuales ni siquiera nos dimos cuenta por lo perfectas que eran, y rematamos algunas noches en el Zanzibar, donde años atra?s Rock Hudson también se fue de copas. Estuvimos en su natal Durango, invitados por Juan Antonio de la Riva, en pleno periodo de influenza, y tuve el privilegio de caminar con él por las calles donde se encontraban los extintos cines de su infancia.

Pocas personas estaban tan ocupadas como él, sin embargo, no era extraño que llegara a comer a la oficina de Holbein, y mucho menos que hablara a cualquier hora del día para platicar sobre alguna película, pedir algún teléfono, comentar alguna aventura de la noche pasada, o del estreno del fin de semana. Apenas llegar del último Cannes, ni siquiera había pasado sus maletas por la aduana cuando ya estábamos al teléfono y yo escuchaba embelesado su reseña de lo vivido ahí, y de las obras que había podido ver en Londres. No había tregua ni horario para nuestras charlas, porque él sabía hacer de cada instante de la vida algo interesante y bueno de vivir, con un detalle gracioso al final con el que siempre explotábamos a carcajadas, a pesar de la gravedad del asunto en cuestión. No me gusta que me platiquen las películas ni los libros, pero en él todo sonaba nuevo, único, y resultaba imposible que te perdieras una sola de sus palabras.

Supe que la UNAM le hizo un homenaje hace unos días, y no quiero ni imaginar lo que seré del Festival de Cine Gay, que junto con los heroicos David Ramón y Mauricio Peña, levantaba cada año. Ahora que Julián está editando Quebranto, puedo verlo haciendo una brevísima aparición con la que nos hizo el honor, lo mismo que en Yo soy la felicidad de este mundo, donde sale justo de conductor de un programa de televisión; y me consuela saber que otras películas donde participó en los últimos meses como La hija de Moctezuma, donde lo dirigió Iván Lipkies para mayor gloria de la India María, o Cuatro lunas, de Sergio Tovar Velarde (su última aparición en pantalla) se estrenarán muy pronto.

Será imposible volver a recorrer los portales de Morelia, o entrar al Hotel de la Soledad, donde siempre teníamos cuartos contiguos durante el festival y desayunábamos o trasnochábamos con toda la tropa, sin pensar en él. Joaquín fue regando amigos por el mundo, cientos, incluso Daniela me dijo hace poco, en tono de broma, que tenía uno de los carnets de baile más ocupados de la ciudad. Me enorgullezco de considerarme uno de ellos y sigo sin creer que ya no esté, tal vez por eso no he llorado. A veces creo que mi teléfono va a sonar en cualquier momento y que escucharé su voz diciendo: “¡Robertito...!” Otras veces lo pienso en el cielo de los musicales, si es que eso existe, donde seguro que está cantando y bailando, como un Fred Astaire con alas, mientras nosotros, en Chorus Line, una de aquellas películas que se ganó una MB en su libreta, le entonamos:

"Love is never gone.
As we travel on,
Love’s what we’ll remember."

Roberto Fiesco, 2012.