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Abbas Kiarostami, o el infinito en el espejo


Este texto fue publicado originalmente en el diario El Universal.

 

A dos años de la muerte del cineasta iraní Abbas Kiarostami, retomamos este texto de nuestro colaborador Alonso Díaz de la Vega.

Abbas Kiarostami, o el infinito en el espejo

La muerte de un cineasta es la extinción de un territorio fértil donde lo visionario reemplaza o rivaliza con lo real: la imaginación. La muerte del iraní Abbas Kiarostami es además la muerte de una humildad inmensa que le evitó siempre afirmar la realidad de su cine. A pesar de su recreación minuciosa del tiempo y de la sutil corriente del drama en la cotidianidad, Kiarostami solía introducir imágenes que demostraban que el cine no era rival de la realidad sino, en todo caso, su hijo predilecto. En 45 películas que incluyen largometrajes de ficción, documentales y cortometrajes, Kiarostami fue, junto con Mohsen Makhmalbaf y Jafar Panahi —y discutiblemente más que ellos— un representante esencial de la cinematografía iraní y su interés en la artificialidad del cine; un artista y un pensador inigualable en su búsqueda de un lenguaje que pudiera esculpir en el tiempo, como lo propuso Andréi Tarkovski, es decir, un cine que pudiera manifestar el tiempo y convertirlo en un presente inviolable y eterno. Cuando vemos una película de Kiarostami estamos viendo fluir un largo instante de manera natural que permanecerá vivo mientras haya alguien que pueda verlo.

En nuestro tiempo de inmediatez y capricho, el cine de Kiarostami se ha convertido en una necesidad estética y, desafortunadamente, en la frustración de espectadores acostumbrados a los rápidos cortes del cine popular. Este tipo de edición resulta estimulante, ya que el cerebro tiene que hacer un esfuerzo repetido y constante por procesar las imágenes.

Algunos de los grandes maestros, de Truffaut a Scorsese, han filmado de esta manera, pero el cine de Kiarostami requiere de un esfuerzo más bien psicológico, de una voluntad de mirar para descubrir la belleza de un viaje en automóvil —tan recurrente en la filmografía del director— o de un centenar de rostros poseídos por una pieza teatral. En Shirin (2008), 114 actrices iraníes y la francesa Juliette Binoche son capturadas por Kiarostami mientras ven una representación de Cosroes y Shirin, un poema persa del siglo XII en el que la acción de la mirada resulta esencial a la historia que narra. Kiarostami jamás muestra el escenario teatral sino otro que John Ford llamó la cosa más interesante y emocionante en el mundo: el rostro humano. Mirando a las actrices entendemos qué es lo que miran.

¿Dónde está la casa de mi amigo? (1987, dir. Abbas Kiarostami) ¿Dónde está la casa de mi amigo? (1987, dir. Abbas Kiarostami)

En La vida y nada más (1992), el protagonista es el director de ¿Dónde está la casa de mi amigo? (1990), no Kiarostami, sino un cineasta sin nombre interpretado por Farhad Kheradmand que se encamina con su hijo Puya (Buba Bayour) a la aldea donde filmó su película para saber si su actor protagónico, Babek, se encuentra con vida después del terremoto de 1990 que parece haber devastado el pueblo. El centro temático de la película se establece en una escena en que el director conversa con un aldeano que se casó a pesar del terremoto y le explica que ya que están vivos hay que vivir. Es una cinta brillante sobre la inevitabilidad de la muerte y la aceptación de esa condena absoluta y nuestra condición absurda —vivimos aunque estamos destinados a morir—. Al final no sabemos si el director logra encontrar a Babek, pero la última cinta de la trilogía hace un tanto irrelevante a la pregunta. En A través de los olivos (1994), se nos revela que La vida y nada más era también solamente una película. Desde el primer cuadro el actor que interpreta al director detrás de La vida y nada más —tampoco es Kiarostami— nos avisa que A través de los olivos no es más que un producto de la ficción. Este episodio final de la trilogía se centra en la escena del aldeano recién casado y nos muestra cómo el actor está enamorado de la actriz que interpreta a su esposa pero ella no le corresponde. Los roles en la realidad y en el arte se contradicen hasta que el amor se impone y los iguala.

Después de ver la "Trilogía Koker" sólo podemos preguntarnos quién dirige, entonces, la película que estelarizó por 76 años Abbas Kiarostami. Un agnóstico como yo no se atrevería a responder, pero tal vez el fiel Kiarostami nos diría que se trata de Dios. Para los creyentes esa podría ser razón suficiente para querer descubrir la obra de Kiarostami pero para ellos mismos y para los demás he tratado de explicarla como una brillante crítica de sí misma y uno de los pilares de la tradición cinematográfica mundial. Para revivir la historia de Kiarostami como en el espejo infinito de Close-Up tendremos que ver sus películas hasta que alguien cuente nuestras historias viendo esas —y otras— películas.